En Metáfora sabemos que es posible que llegue un tiempo de falsas realidades, de conciencias dimitidas y de egos ilusoriamente diferenciados entre uniformadas y mediocres individualidades. Un tiempo de herramientas sencillas para pensamientos simples. De relatos convenidos, controlados y más temprano que tarde, moldeados al servicio de quien posee y escribe el contenido de la historia. Sabemos que llegará el día en que lo conocido será compilado por manipuladas y artificiosas inteligencias que habrán de responden a la voz de su amo y que todo probablemente terminará por ser utilizado para modular y evitar la búsqueda del conocimiento y someter a su interés la crítica disidente… si es que después eso alguna quedara. Vendrá un tiempo de nuevas nomenclaturas para apuntalar la misma liturgia. La que sostiene la ruina bendecida por gurús de la nada, esos sanadores del dolor del alma, vendedores de aire envasado al vacío. Un tiempo de emocionantes y virtuales experiencias que nos mantienen cómodamente entretenidos y nos ayudan a soportar incómodas verdades. Es posible que eso suceda con el desarrollo y el inevitable uso intensivo de este tipo de Inteligencia Artificial Generativa (Chat GPT y similares) que parece que viene para facilitar la vida dentro del aprisco y resolvernos la incertidumbre sin dudas de quien responde al dictado.
En cualquier caso, falta saber quién está detrás de ese supuesto progreso. Quién determina, cómo se respeta la autoría de los creadores que generan el contenido que «alimenta» esa inteligencia artificial. Quién y dónde se compila y administra el contenido del que se «nutre» esa Artificial Inteligencia. Ese es uno de los silencios que se ocultan tras de todo el ruido del artificio deslumbrante. Pero más allá de esta incógnita, que debemos de convenir que tampoco es nueva en la historia de la humanidad, me parece que el acceso a la ilusión de la excelencia mediante una herramienta simple que se presenta como un juego sencillo, intranscendente y fácil de usar, me preocupa. La Inteligencia Artificial, el poder del algoritmo y la gestión de los datos amparados en la facilidad y rapidez de su uso, «armonizarán» contenidos según artificiales intereses pudiendo así rápidamente moldear, modular y unificar estos para controlar mercados y unificar «disidencias» creativas ¿Dónde quedará el proceso de búsqueda y cuestión crítica que conlleva el despertar al conocimiento? ¿Sobre qué base se plantearán las preguntas que nos enfrenten a lo trascendente como manera de comprender nuestro lugar en el mundo y que están en todo proceso creativo? La «gentrificación» de la creatividad y el acceso al conocimiento dirigido (por la simplificación del mismo) pronto será prácticamente inevitable y la tabla rasa de la mediocridad se impondrá poco a poco y de manera casi imparable hasta convertirse en canon.
Pero en Metáfora sabemos que pese a la dictadura del algoritmo y del trabajo de zapa hecho durante estas últimas décadas preparándonos para la dimisión de las consciencias, el afán de descubrimiento, de búsqueda, de crítica ante lo injusto, el desarrollo del conocimiento en las humanidades y la ciencia y el brillo de la creatividad, harán que nuevos lenguajes y nuevos talentos terminen imponiéndose sobre la cómoda superficialidad y la mediocridad imperante. En Metáfora sabemos que esa inteligencia natural, que es como un faro que ilumina caminos de conocimiento desde la libre mirada crítica y creativa, sabrá revelarse contra el consenso condicionado y controlado para seguir alumbrando nuevas ideas, nuevas propuestas y desde nuevas voces, para formar parte de la existencia y el ser de lo que llaman género humano. Pese a todo o con todo, en Metáfora sabemos que así será.
AJV
Foto:Markus Spiske
En Metáfora sabemos que 18 años no son casi nada pero sentimos que han dado para mucho. Son casi 5500 días llenos de buenas ideas y proyectos compartidos. Más de 131000 horas de ilusiones y de alegrías responsables. 18 años no son casi nada pero han dado para mucho. Dan para recordar a quienes todavía están y a quienes se fueron. A las personas que confiaron en nuestro trabajo y se alegraron de nuestros éxitos y a quienes nos apoyaron en los tiempos difíciles. A todas y todos solo nos queda darles las gracias. Gracias por creer en los valores que nos han acompañado cada hora de cada día durante estos 18 años. Valores que forman parte de nosotras y que nos han diferenciado y han aportado a nuestras tareas un compromiso profundo con el amor por el trabajo bien hecho y la creatividad como faro que ilumina un camino. En Metáfora sabemos que darlo todo y quedarse con casi nada es tener mucho. Tener mucho de lo que se es, de eso que no se gasta nunca porque siempre se da generosamente, nos hace sentirnos orgullosos de estos 18 años, que efectivamente no son casi nada pero han dado para mucho. Por eso en Metáfora sabemos que ahora que nos damos un largo descanso para tomar distancia y festejar la vida y sus regalos es un buen momento para decir desde el corazón a todos y todas a tantas y tantos
GRACIAS.
Alfredo Jaso
En Metáfora sabemos que el miedo es algo que todas y todos sentimos diariamente. Todas las personas enfrentamos el miedo a perder, el miedo a no saber responder, el miedo a sufrir, a no saber buscar, miedo a no encontrar, miedo a decidir… pero también sabemos que no es lo mismo sentir miedo que actuar con cobardía. El miedo es en ocasiones dañino, pero sin embargo la cobardía es siempre despiadada. Se vuelve manipuladora y para protegerse no le importa abusar de quien es más débil. Ensucia verdades, levanta mentiras y se revuelve violenta en su afán de salvar el pellejo. Pero lo peor de la cobardía es que cubre las relaciones humanas con una triste pátina de hiel que emponzoña el día a día. Lo triste de la cobardía es que con gruesos brochazos pinta la realidad con un rancio barniz que narcotiza y pudre la compartida alegría de vivir. Lo irreparable de esa cobardía es que termina por convertirse en odio revenido para hacerse rencor contra quien piensa, siente o vive de manera diferente. Por eso es urgente no dejarse doblegar por ella y hacerse fuerte en la respuesta aferrándose a los valores éticos. Es necesario defender en la convivencia los derechos humanos para con la razón llena de razones y el corazón colmado de nobleza, construirnos cada mañana desde la valiente dignidad de personas libres. Ahora es justo y necesario hacerlo o si no la cobardía volverá a abrirle la puerta a la indiferencia y sin remedio tras ella se dará paso al terror.
En Metáfora no somos más valientes que nadie. También sentimos miedo y sufrimos la incertidumbre, pero no somos cobardes. Sabemos que somos más los y las que sin alardes de gallardía ni palabras gruesas, defendemos la justa y armónica convivencia. Más lo que queremos escuchar y dialogar sin necesidad de imponer. Somos más los que sabemos de la utilidad de los puentes que acercan orillas. Más los que necesitamos la luz de la cultura para iluminar el pensamiento crítico y sus valores de progreso para liberarnos así de la grisura de la mediocridad. Todavía somos más los que nos movemos contra el discurso del odio y creemos en el amor sin miedo y rechazamos el machismo como modelo de una sociedad patriarcal. Por eso, porque somos más, debemos decir NO a sus palabras agresivas. NO al insulto. NO a sus propuestas políticas que agreden el diálogo y recortan derechos. NO a que se facilite su entrada en los gobiernos para asumir responsabilidades de manera torpe e irresponsable. NO a que puedan gobernar en contra de los derechos de muchas y muchos y para el beneficio de solo unos pocos. NO a sus creencias de mundo cerrado, plano y pequeño. NO a su CENSURA (que llegará). NO a ser participes con nuestro silencio de este acoso irracional e ideológico contra las libertades y los derechos humanos más básicos.
Sin embargo habrá quién diga SI a apoyar con su trabajo creativo el ideario político de gente con tan mezquinas propuestas y talante tan poco democrático. Sabemos que alguien habrá que al amparo del ejercicio de su profesionalidad sostendrá que hay que estar al servicio de quien paga sin hacer conjeturas ni preguntas. Habrá quienes en un ejercicio pragmático, se justificarán diciéndose que no trabajan para un ideario político si no para los ciudadanos. Para ellos y ellas la comprensión del miedo y la necesidad. Pero en Metáfora sin pretender dar lecciones. Respetando las decisiones ajenas y sus particulares condicionantes, desde la modestia, pero con la conciencia tranquila de nuestro compromiso, diremos NO a participar en sus concursos ni a escuchar las propuestas que demanden nuestra creatividad y que vengan de concejalías y consejerías dirigidas por quienes sostenidos por una ideología retrógrada, lanzan discursos reaccionarios y antidemocráticos que confrontan con el respeto y la convivencia. Quizá pueda parecer que lo que hacemos no es mucho, que son solo palabras y pequeños gestos. Pero no debemos de olvidar que somos más quienes defendemos la justicia social, los derechos humanos y la fraternal convivencia. Por eso, porque con todas y todos somos más, sin miedo desde Metáfora diremos NO a poner nuestra creatividad en sus propuestas de trabajo, porque hacer contrario sería dejar morir la alegría lentamente y agonizar con el corazón lleno de dolor y la mirada rebosante de miedo y de vergüenza.
Foto: Ian Espinosa
Cuando con 21 años, empujado por mi padre, dejé a la carrera mi Vigo natal, me fui a vivir la bohemia pobre del barrio de las letras de Madrid. Allí en el parnasillo de la calle Sta. María 36, usaba brocha, asentador y para afeitarme tomaba entre los dedos una navaja Solingen que me había regalado me querido Rafael Escribano. Por esos días de hambre y paseo, de cuando en vez me paraba a ver la hora en un reloj de bolsillo que junto al farmacéutico Dobao, cambié a un emigrado de la URSS en la Cuesta de Moyano. No lo hacía solo por esnobismo. Mi intención era darle tiempo al tiempo. Afeitarse con navaja es un rito que requiere de calma, buen pulso y precisión si no quieres cortarte la cara o el cuello. Tenía una maquinilla Philphs que heredé de mi padre y un bonito reloj de pila suizo, pero yo andaba buscando tiempo. Y para afeitarse sin un rasguño o para tirar de la leontina y sacar el reloj del bolsillo, alzar la tapa, mirar la hora, cerrar la tapa y devolver el reloj a su bolsillo, había que pararse sin tenerle miedo al tiempo. Sin saberlo, en esos días descubrí que la calma se encuentra pausando el tiempo y que solo haciéndolo así, es posible penetrar en el meollo de la realidad y ver lo que está ahí y que la mayoría de la gente, no tiene tiempo de ver. Eso me resultó muy útil en mis ínfulas de escritor. Con esa mirada calmada y limpia, en cada esquina, en cada salón, en cada persona, encontraba latente una historia que contar. Pasado el tiempo, asumidas mis deficiencias literarias y digeridas las miserias de mi vanidad, esa pausa me ayudó también en lo que después sería mi actividad profesional. Esa que fue ganándole el sitio a la escritura literaria, para acercarme a la creativa comunicación de la publicidad. Sin embargo a medida que fui creciendo profesionalmente (hablamos de un provinciano nivel) y mi vida tomó velocidad, fui olvidando esa lucidez que me había dado la pausa del tiempo. Dejé de escuchar el trino de los pájaros, de llenarme la mirada con el azul del cielo y de percibir qué atravesaba el corazón de las personas que se cruzaban por el atrio de mis días. Llevado por el pulso acelerado de los horas, dejé de observar atentamente lo esencial de lo vivido, para concentrarme en las circunstancias de aquello que me rozaba la piel, sin profundizar hasta el corazón. Sin querer, dejé de tener ese segundo de tiempo vital y empecé a comprar minutos vacíos. Pero con el tiempo la prisa se hace pausa y con ella comprendemos que la realidad es sencilla pero prolija y que por eso, para indagar en su sencillez, es necesario tomar tiempo para tener en cuenta los detalles. Es necesario aprender a medir las palabras y así, usar entre las que conforman ideas y actos, las más valiosas y precisas. Comprender que existe una canción para cada momento, pero que hay una melodía para la vida. Que existe un color para ese atardecer y cientos de matices para cada día. Hay que aprender a darle al tiempo paciencia, pues conocer los por qué, los cuándo y el para quién, es un aprendizaje que lleva toda una vida. Porque es con el tiempo que aprendemos a quitarnos la vanidad de la importancia, para quedarnos desnudos y frágiles y poder comprender que poco importamos sin los demás. Por eso con el tiempo descubrimos a recrear viejas compañías, deshaciendo falsas amistades. Con el tiempo aprendemos a olvidar agravios y ofrecer disculpas, que es una manera humana de pedir perdón y es por el tiempo como aprendemos a pronunciar con el corazón la palabra más bella: GRACIAS. Por el tiempo vivido reconocemos que la inteligencia es solo una buena herramienta si la bondad y la nobleza no gobiernan la razón. Que la cultura es más que memoria y tradición y es también sentimiento nuevo y valiente mirada y que la aceptación y la paciencia no son sinónimos de resignación. Con el tiempo que aprendemos a decir te quiero a tiempo, sin miedo a perder, ni la vergüenza de ganar. Y es con el tiempo como sentimos que amar es un sueño generoso que se comparte para mejor comprendernos y comprender los días. Y es con el tiempo vivido como aceptamos que nada se debe de esperar por ello, más que el regalo de una sonrisa compartida. Y así, con el tiempo descubrimos que el amor no juzga, ni duele, ni ata. Que no merece propiedades, ni exige sacrificios, ni pide explicaciones porque es libre y esa libertad generosa debe de servirnos para amar la vida libremente. Y es con el paso de los días como sentimos que el antónimo de amor no es odio, si no miedo. Y aprendemos a no temer las derrotas y a compartir los éxitos, con idéntica humildad y serena compasión. Por eso te digo, no tengas prisa. Aprenderás a vivir, viviendo y comprenderás poco a poco, que solo lo conseguirás si desde el paciente amor a la vida, le das tiempo al tiempo.
AJV
Alfredo Jaso
Foto:Age Barros
Tenía lo ojos abiertos desde hacía rato. La incertidumbre no le dejaba dormir. Desde hacía años se había acostumbrado a convivir con una perenne precariedad esperanzada que no le impedía descansar, pero de unos meses para acá, un pensamiento oscuro en su cabeza le quitaba el sueño. Era algo que no había conocido hasta entonces. Era el miedo al futuro. Amanecía cuando se encendió la radio. A golpes de cruda realidad, las noticias del informativo matinal, empezaron a echar de la habitación los últimos sueños que aún flotaban en el aire de la noche. Apagó la radio con desgana y poco a poco fue dejando que su cuerpo se estirara como queriendo encontrar los límites de sus extremidades. De la calle llegaba el bullir de la gente. Esperaban en la parada a que llegase un autobús atestado de personas. Desde la cocina, el olor a café recién hecho, le regalaba los ánimos que no tenía para levantarse. Al salir de la ducha se miró al espejo. Mantenía la mueca entrenada de la sonrisa, pero en el fondo de los ojos, entreverando los verdes del iris, se había hecho un hueco la tristeza.
Tomaba el café cuando saltó la alarma del teléfono móvil. Un pedido de cuernos de hojaldre y mantequilla que debía recoger y entregar. Otra vez la mañana arrancaba a golpe de pedal. Desde la semana pasada compartía bicicleta con Cucho. Un compañero ecuatoriano al que conoció en Almagro mientras ayudaba con las luces y cargaba cajas. A Cucho también le alquilaba por horas la licencia de trabajo. A cambio de un porcentaje por la bici y los pedidos, se evitaba estar atado a horarios de reparto más extensos y de paso se engañaba para convencerse de que esta actividad de meses era algo solo excepcional, un paréntesis temporal en su actividad que ya duraba más de lo imaginado.
Al mediodía coincidían en el Café del Faro. En sus primeros días en la ciudad, Tete, había dado trabajo a la mayoría y después de años todavía ejercían la fidelidad del agradecimiento, reuniéndose para hacer algo de gasto. Fue allí donde hace diez días le robaron la bicicleta. Un descuido y cuando quiso echar a correr, el «sprinter» ya iba calle abajo. Regresó sudoroso y con la respiración entrecortada. Arrastraba su sombra como si en esa carrera se le hubieran ido la luz de sus sueños y el sustento de sus esperanzas. Al entrar en el Faro, derrumbándose sobre la barra, dijo en voz alta «mi hanno fregato la bicicleta». Acostumbrados a la adversidad nadie dijo nada. Solo Miguel Ángel, desde el fondo y sin levantar la mirada del libro apuntó «De Sica, 1948. Joya del neo-realismo italiano». Andrés, la eterna joven promesa del teatro clásico, que ante la falta de oportunidades había vuelto a ponerse tras la barra para ayudar a Tete con los cafés, ajustándose la mascarilla dijo declamando como solo él sabía hacerlo…»Ser o no ser, ese es el dilema»…en el Farol se hizo el silencio. Se rumiaba la incerteza triste del ser o el no ser, hecha de angustia y desánimo cruel. Ensimismado en su lectura y ajeno a ello, Miguel Ángel apuntilló «Hamlet, príncipe de Dinamarca, del dramaturgo inglés William Shakespeare». Sobre el recién jubilado cayó una lluvia de servilletas de papel y El Farol se llenó de reproches cariñosos y risas. De pronto Lola, gritó «Danzad malditos, danzad». Rápidamente el espigado Javier sacó del bolsillo su pequeña armónica. Las palmas y la música acompañaban a la bailarina a la que se la unieron Cristina, Beatriz, María José y Lena. Al poco el Farol era un bullicio de alegría. Esperanza, Ivan, Yanire, Ramón y Herminio inmortalizaban el momento con sus miradas y Chucho, Laura, Carolina y Félix con el color de sus trazos. María y su milonga, José Luis, Elena, Joaquín, Luis, Mar, Germán, Isabel y Ángel, Susana, Carlos, Marta, Toñi y Pablo, Azucena, Pacho, María y Daniel con todo su equipo… todas y todos, tras sus mascarillas, cantaban y bailaban alegres queriendo rechazar la inactividad y el olvido.
Sin embargo, él solo pensaba en su bicicleta, en su casero y en la cuenta abierta y sin pagar desde hacía semanas, en la tienda de Luis. Tete se acercó a él y como si pudiera leerle el pensamiento, con su hablar dulce del sur le dijo «Recuerda que mucho más temprano que tarde, se abrirán las grandes alamedas por donde pase el hombre libre para construir una sociedad mejor…y más culta, añadió». Junto a la taza de café dejó un billete de 50€…. «pibe, tómelo que ya me lo devolverá…peleen por lo suyo, la gente les necesita» y añadió, «hable con Cucho».
Al día siguiente, ya en casa, del altillo del armario bajó la maleta. La misma que le había acompañado durante tantos kilómetros de ciudad en ciudad. La abrió y poco a poco la fue llenando de rabia, incertidumbre y miedo pero también de sonrisas y de amor. Bajó al metro y allí, bajo tierra y rodeado por una muchedumbre de gente trabajadora que se dirigía a sus tareas, agarrado a su maleta, lloró. Y entre lágrimas y como si ese fuera el único antídoto contra la tristeza, abriendo su maleta y mostrando una intensa tela roja, empezó a cantar…
Al terminar se hizo el silencio. Un círculo de personas le rodeaban. Paró un tren pero casi nadie subió. Alguien se acercó y dejó una moneda sobre la tela roja, siguieron algunas personas más. Él, agachó la cabeza y poniendo la mano en el corazón dijo GRACIAS. Alguien detrás de la mascarilla gritó «VIVA la VIDA. VIVA la CULTURA».
Desde entonces, cada día después de dejar El Farol, toma la maleta, su tela roja y como no hay otra, sale a la calle a ganarse el sustento cantando. La gente que pasa y le mira piensa, «Qué regalo. Qué bonito canta…» y a veces con la emoción en un puño, dejan una moneda. Él siempre da las GRACIAS con la mano en el corazón. En su nombre y en el de sus compañeras y compañeros que no pueden trabajar y necesitan hacerlo para poder vivir. En nombre del gran Tete. De Luis, su generoso tendero. Y lo agradece también en nombre de su casero, pues gracias a que él aún puede salir a la calle a compartir el regalo de su voz y su repertorio, gracias la ayuda de tantas personas que aman la cultura, todavía puede pagar el alquiler de su casa a fin de mes. Aunque a veces por la noche, cuando no puede dormir y recita párrafos enteros de las obras representadas se pregunta ¿Por cuánto tiempo?
Foto: Benedyk Geyer
Llevamos semanas viendo a los amos del Producto Interior Bruto, utilizar en su favor el amenazante mantra del tanto por ciento. Empatando valor y precio y con la fuerza bruta de una cifra que envilece, la automoción saca su 11%, el turismo su 15%, la hostelería el 12%… y con ese tanto por ciento tan bruto, acogotan al gobierno amenazando con cerrar sus negocios y dejar en la calle a una brutísima cantidad de trabajadores, si no se les permite libremente socializar sus pérdidas y que sea la caja común del estado la que pague sus cuentas. Resulta curioso comprobar que muchos de los que alzan la voz y tuercen el ceño reclamando la ayuda estatal, son los mismos que no hace mucho, decían muy ufanos que el estado estaba de más y en aras del mercado globalizado y libre, exigían que se le dejase regularse por sí solo, sin intervenciones ni injerencias. Estos a los que nunca nadie antes les dio tanto y que no se cansan de preguntar, «¿Qué hay de lo mío y para mí?» mientras amenazan con su tanto por ciento bruto, son los mismos que ponen el grito en el cielo y niegan las «paguitas» para otros y otras que tanto lo necesitan. Al parecer y según ellas y ellos, la renta básica desincentiva la búsqueda de empleo y adormece las conciencias. Sin embargo, tienen flaca memoria para recordar que buena parte de estas industrias viven subvencionadas y que sus vivas conciencias, están bien alertas para en cuanto pueden, birlarnos la parte mollar de sus beneficios para llevarselos al oculto paraíso. Estos que tanto piden para ellos ,enarbolando la amenazante bandera del tanto por ciento bruto, son los mismos que no abren la boca cuando lo que se discute y menosprecia es el valor de lo público y lo que se pone en cuestión y en peligro, es el bienestar de las personas: su salud, que depende de disponer y dotar con recursos suficientes a la sanidad pública universal y a la investigación científica para que no dependa de las cada vez más escasas inversiones para seguir con su imprescindible trabajo. Su educación laica, de calidad, gratuita y obligatoria. El derecho a un trabajo y a una vivienda digna. La responsable y honesta transparencia en la gestión de lo público y que es de todas y todos. La urgencia de la igualdad de oportunidades entre personas, independientemente de cual sea su género, procedencia o condición o el necesario acceso y apoyo a la cultura… ahí su respuesta pasa por la indiferencia a golpe de cacerola o la alusión a la injusta meritocracia de los que mejor lo tuvieron y ahora lo tienen. Por eso, en estos tiempos de riesgo para la salud, vemos trenes y autobuses que recorren kilómetros sin límite de aforo, para llevar a quienes trabajan, a sus centros de actividad laboral. Hoteles esperando turistas nacionales e internacionales, para con las ayudas gubernamentales «salvar» la temporada. Pueblos y ciudades tomadas por mesas y sillas aprovechando de balde el espacio público para el beneficio privado. Lo cierto es que mientras todos lloran su aportación al PIB, para sacar el cuartillo para lo suyo, son las trabajadoras y los trabajadores esenciales de la CULTURA, que fueron los que antes pararon y son quienes más difícil lo tienen para regresar, los que menos piden y los que de momento, menos ruido arman. A veces parece que habiéndose acostumbrado a la silenciosa y dura precariedad, hubieran asumido el papel secundario de su importancia. Y no es así. Nos han demostrado que el suyo es también un trabajo esencial. Vital para encontrar lo que somos y señalar lo que estamos siendo. Útil para soportar lo que pasó y necesario para poder levantarnos en las dificultades que aún están por venir. Alguna vez he leído a personas mucho más capacitadas que yo, alzar el peso de la CULTURA dentro de ese ámbito de lo productivo, para justificar en grado bruto la importancia económica de este sector vital. Aunque teatros y museos van perdiendo su buen nombre a cambio de añadirles una coletilla comercial, no sé si es buena cosa enfrentar la dramaturgia con la automoción, para demostrar la prevalencia de la CULTURA sobre los motores de explosión. No sé si como hacen los amos del PIB, es bueno empatar tantos por ciento y bruterío. Al final, interesadamente se confunde lo sonante con lo cantante y lo contante con lo con lo vulgar. Así es fácil olvidar que en contra de lo medible y comprable, lo inmaterial e intangible, que para algunos puede que tenga escaso precio, si tiene un enorme valor. Porque no siempre y solo el brutísimo producto interior tiene que ser el fiel con el que medir la fortaleza y el valor de un país. Conviene recordar que los productos brutos, por muy interiores que sean, no pueden servir para evaluar el poder y la calidad de vida de una sociedad…y en definitiva, que el PIB no puede ser la amenaza de unos cuantos para imponer su propio interés a las necesidades y la salud de los demás. Así, mientras algunos buscan arrimar el ascua del beneficio a su sardina, llorando y llorando, pidiendo y pidiendo en un inagotable qué hay de lo mío (porque se consideran la gallina de los huevos de oro, un oro que si se pregunta a los trabajadores del turismo o de la hostelería, dirán que no es de buena ley) para sacar el máximo rendimiento a la cartera de los consumidores y la teta del estado, otros y otras, como los trabajadores y trabajadores de la #cultura, con menor peso en el PIB, aguardan sin más perspectiva que la espera. Pero si hablamos de CULTURA no podemos perder el tiempo tomando en cuenta tontos por ciento, ni productos brutos. Porque si le ponemos precio industrial a la CULTURA y a la vez no se la apoya decididamente desde las diferentes administraciones (o al menos y de entrada, para le recuperación no se le ponen las cosas más difíciles que a otros sectores productivos) y todas y todos también la apoyamos desde los patios de butacas, las librerías, las salas de exposiciones, los conciertos, apoyando a los y las artesanas… todas y todos perderemos, porque lo que nos jugamos no es un punto del PIB, si no nuestra esencia como seres humanos con espíritu crítico y valores. Nuestra razón de ser como sociedad más justa y nuestro sentido como país formado por personas respetuosas, libres y cultas.
Durante estas últimas semanas, hemos constatado con tristeza que aquí sigue valiendo la interesada lágrima y la abusadora presión del PIB para sacar el máximo rédito, pero reconociendo que conviene ayudar a unos y otros, tengamos en cuenta también el valor fundamental de la CULTURA, apoyando el trabajo esencial de las mujeres y de los hombres que son el pilar sobre el que se asienta. Porque es nuestra CULTURA, VÍVELA.
Foto: Felix Mooneeram
Los momentos más difíciles suelen llegar sin que nos demos cuenta y a menudo los vivimos desde la valiente inconsciencia de quien desconoce lo que le traerá el destino. A veces una negra sombra cubre los días de sol aunque no seamos conscientes de ello. Como un velo de realidad, la afonía de su padre ya duraba semanas. Los gritos de las manifestaciones y las carreras esquivando los golpes de los grises, empezaban a hacer mella en los cuerpos y los ánimos de aquellos hombres hechos de hierro y mar. Hoy sería distinto, acompañaría a su padre a una de las marchas con las que los sindicatos querían llamar la atención sobre la difícil situación que empezaban a vivir las familias. Subieron al barco y zarparon para cruzar la ría. En interior del Buenos Días el silencio era un grito de resignación, como si ya se supiera que el futuro de todos y todas los que viajaban en aquel vapor hacía tiempo que estaba decidido. Aún así había que continuar luchando. En aquella marcha cada paso era parte de un camino hacia la propia consciencia y cada garganta era un grito contra la asfixia de un ahora sin mañana. De regreso, entre el cansancio de la emoción y los kilómetros caminados, el olor a diesel que subía desde la sala de máquinas y el balanceo de las olas meciendo al Buenos Días, se quedó dormido. Soñó con delfines que saltaban sobre un mar de hombres y mujeres que avanzaban hacia un futuro luminoso. Abrió los ojos y los «arroaces» estaban allí, acompañando el rumbo de sus sueños y el avance del Buenos Días. Los hombres, volcados sobre la borda del barco, comentaban alegres los saltos de los delfines y sus carreras sobre las olas. Observando las cara felices de aquellos hombres cansados, pensó que a veces lo más sencillo es suficiente para borrar de un salto la amargura y que al fin y al cabo, bastaba un quiebro de la naturaleza y el empuje del sueño de un niño para ponerle un bonito final a un día triste. Pasados los días, la afonía seguía ahogando la voz de su padre. Decidió entonces acudir a la consulta del doctor Iglesias. El resultado de la biopsia era concluyente. Era la primera vez que escuchaba esa palabra: cáncer. Él y sus hermanos dejaron de ir al colegio durante semanas. En su cabeza quedó un hueco de conocimiento que llenó de angustia y que le acompañó durante muchos cursos. Por aquellos años no se sabía muy bien qué era eso del cáncer y cómo había que comportarse. Solo sentía una punzada en el corazón cada vez que escuchaba esa palabra maldita que a le daba a su padre, un hombre joven, de poco más de cuarenta años, alegre y fuerte, tan solo 6 meses de vida. Una negra sombra cayó sobre los días. Las jornadas se fueron en visitas a hospitales, operaciones, traqueotomías, silencios sin voz…viajes y miedo. Él cerraba los ojos y soñaba delfines. Recordaba las cara alegres de aquellos hombres que nunca se rindieron. Abría los ojos y veía a su padre aferrado al presente. Luchando por cada día. Enfrentándose cada semana al fuego de la cobaltoterapia. Cerraba los ojos y sentía la fuerza de cada paso dado en aquella marcha de obreros unidos contra su destino y sabía que su padre saldría de esa, que volvería a cantar y que años después, le acompañaría al mar para volver a ver juntos los arroaces saltando sobre un ahora en el que las negras sombras ya no serían el resultado de la tristeza y el miedo, si no la consecuencia del triunfo de la luz.
Alfredo Jaso
Foto: A Cepa
Vivimos un tiempo de marea baja, que deja al aire nuestras piernas débiles y flacas y muestra las vergüenzas que tapaban el mar de la abundancia. Días en los que se descubren debilidades de los que presumían de ser mucho y no eran tanto. Horas de cruda y precaria realidad que se resuelven en preguntas que muy pocos se hacen. ¿Acaso no sabíamos quienes eramos y dónde estábamos? ¿No tenemos de ni idea de dónde veníamos y hacia dónde vamos? Santos Discépolo, Enrique dejó escrito en su conocido tango «Cambalache» que el siglo XX fue un tiempo de «maldad insolente». Aún está por ver si este nuevo siglo, en la cuestión malvada, no dejará pequeño a su predecesor, pero si una cosa queda clara, es que el siglo XXI le hubiera brindado al genio bonaerense la posibilidad de escribir otro tango genial llamado «Paradoja». Vivimos tiempos de oscura confusión. Tiempos de extrañas paradojas. Hoy la potencia comunista que se candidata a liderar la economía mundial se ha convertido paradojicamente en un edén del capitalismo más despiadado. Cualquier Pope del neoliberalismo económico, tendría a China como el ejemplo. En las últimas décadas, combinando un sistema político comunista capaz de ejercer un control dictatorial sobre la población y apoyàndose en el recorte de libertades que permite explotar a sus trabajadores, China se ha convertido en una nación imperial que le disputa a Estados Unidos la supremacía mundial en términos del Producto Interno Bruto y producción de bienes. Sin embargo en esa pelea por el poder, paradójicamente los dos imperios antogónistas se apoyan. El imperio de occidente coloca en China sus industrias por la mano de obra barata; China aprovecha la industria financiera estadounidense y coloca en las empresas del amigo americano sus inversiones. Como ha sido siempre a lo largo de la historia, las dos potencias hegemónicas al tiempo que se enfrentan, se necesitan.
En el nuevo mapa de interés geoestratégico, China busca posicionarse como un nuevo imperio de orden mundial. Su funcionamiento es similar a imperios anteriores, pero adaptando la manera de conquista a los nuevos tiempos. Impone su prevalencia en el mercado desarrollando una táctica de tierra quemada que se basa en anegar los mercados apoyándose en una producción masiva y a bajo precio. Si pudiéramos utilizar esa comparación, se podría decir que el mercado chino es un gran bazar 360º. Allí, en condiciones normales y sin estrés pandémico, el comprador puede encontrar en todos los productos fabricados, todo tipo de precios y calidades. Como es natural en cualquier transacción comercial, la calidad está condicionada por el precio. Así y en general, suele ser el importador, llevado por la demanda en origen, quien decide qué calidad lleva su mercado nacional. Los mercados se inundan de productos chinos. Unos fabricados a un precio más bajo para grandes marcas de lujo que se benefician de la transacción. Otros de baja calidad y a precio de saldo, se destinan para el consumo general. Nadie repara en el coste real que implica trabajar bajo condiciones cercanas a la esclavitud, ni de la repercusión que los escasos controles de calidad sobre procesos y productos, tiene sobre nuestra salud y la del planeta. A todas y todos parece complacernos ese modo de producir del que todos y todas pueden sacar su beneficio.
Ahora descubrimos que nos tapábamos con una manta corta y solo ahora, que se cae el trampantojo de la opulencia, nos sorprende la debilidad precaria de la estructura sobre la que nos alzamos. Pero permitanme usar mi despiadada memoria para repasar de manera sucinta, algunos hechos históricos vividos de primera mano, esto es, acaecidos durante los últimos 45 años. Como bien dijo Borges, el relato será fiel a la verdad, o al menos a la memoria de lo vivido, lo cual viene a ser lo mismo. El precio a pagar por la entrada en el mercado común europeo fue el desmantelamiento de una parte importante de nuestra industria más competitiva. Fue lo que se llamó de manera pomposa y cruel la «reconversión industrial». Por nuestro clima favorable, nuestros socios europeos nos asignaron para su solaz y mejor esparcimiento, el papel de hoteleros y camareros del sur. De aquella escabechina realizada en algunas de nuestras empresas productivas, se salvó parte de la industria automovilística, quizá porque ya estaba en manos del capital alemán o francés. El dinero llegado de ese trueque, llamado fondos europeos, en lugar de ser usado con cierta perspectiva de futuro, se dedicó casi íntegro a gastarlo en grandes infraestructuras, necesarias muchas, otras quizá no tanto. Es cierto que esas infraestructuras aliviaban las cifras del paro pues creaban un gran números de puestos de trabajo, eso si siempre temporales, pero que se convertían rápidamente en motor económico. Tampoco hay que olvidar que esos dineros fueron a enriquecer a grandes empresarios ligados al poder, al nuevo y también al viejo. Entonces no se tuvo la visión o el interés de destinar una parte de esos fondos a crear un nuevo tejido industrial más sostenible y menos dependiente. Se perdió la oportunidad de generar valor en investigación y desarrollo, palabras que por entonces ya empezaban a sonar. Llegó pronto la necesidad de hacer caja y se hizo como desde los «Think Tank» del poder economico-financiero se nos dijo: descapitalizando el estado y vendiendo sus empresas más rentables a manos privadas. Fue lo que se conoció como «capitalismo de amiguetes». Los gobiernos de González y Aznar fueron vendiendo Telefónica, Respsol, REE, Argentaria…empresas que hoy están en poder de grandes fondos especuladores de matriz «fuereña». Fueron días de corrupción, blanqueo en paraísos fiscales, Sicav al 1% y «cultura del pelotazo».
Luego vino el gran negocio de la «globalización». Una oleada económica y mediática avalada por los gobiernos y auspiciada por los grandes poderes economico-finacieros, nos convenció de que lo bueno era eliminar las fronteras para producir de manera más barata para llegar a nuevos mercados. La solución hacerlo allí donde los derechos de los trabajadores y trabajadores de cualquier edad, son tan bajos como los salarios. Las barreras desaparecieron para la circulación de la producción y los capitales pero se hicieron más altas para las personas. Así las empresas más grandes, se agigantaron al tiempo que se cargaban todo un tejido industrial de proveedores e industrias auxiliares. Otros empresarios que por su tamaño no podían producir fuera, ante la bicoca globalizadora, decidieron cerrar sus fábricas productivas mandando al paro a cientos de operarios y operarias. Comenzaron a funcionar con media decena de trabajadores y se hicieron meros distribuidores de lo que se fabricaba fuera. Fue el jolgorio millonario de la globalización económica y las cuentas de las grandes empresas «patrióticas y benefactoras», en paraísos fiscales para evadir impuestos que debían de estar en la caja común del estado.
Llegó luego la crisis financiera. Hubo que salvar a las Cajas de ahorro y a algunos bancos. El coste de pagar la deuda se saldó con la transustanciación constitucional y poniendo en primer término de interés, el pago de la deuda contraída no evaluada. Los desmanes de unos pocos los pagaron los de siempre. Y se consolidó la rebaja de inversión pública en salud, educación, investigación y ciencia, en derechos sociales y laborales, en la pérdida de empleo y viviendas, en una bajada de precios en el sector primario en manos de grandes distribuidores y en un hachazo a cultura. Fue el tiempo de los náufragos del desempleo y el desahucio. Nos acostumbraron a hacernos fuertes en la precariedad. Pasamos del «poco a poco, algo es algo» del desgraciado mileurista, al desesperanzado «es lo que hay» del trabajo precario y mal pagado. Así fuimos arrojando a la generación de nuestros jóvenes mejor preparados al mercado de la emigración. Lejos, algunos y algunas encontraron acomodo liderando proyectos de investigación, coordinando grandes responsabilidad pero la mayoría sobreviven, con el deseo de regresar en el corazón y los pocas ganas de volver a España en la cabeza.
Con la zanahoria de la crisis aún rondando delante de nuestra narices, nos topamos con una pandemia de carácter mundial. Nos confinan para salvar nuestra salud y nos encontramos con un país, en el que los servicios públicos, especialmente el de salud, se enfrentan al embate con la fragilidad propia de tantos años de interesados recortes. Más allá de la solidaria responsabilidad de casi todos y la creatividad de algunos, nos mostramos como un país incapaz de hacer frente a la demanda de los equipos necesarios para parar a la pandemia y enfrentar la debacle económica que está porvenir. Nuestra capacidad productiva está mermada por los años de reconversión, el paraíso de la globalización o la desafectación del inversor foráneo, que no tiene reparo ni escrúpulos en abandonar el botín dejando el barco en medio del temporal. En ese momento, como antes lo hicieron otros imperios «salvadores», emerge China como el gigante que tiene en su mano la sartén y el mango de la solución. Nos encontramos de golpe con la realidad del imperio, ese que ofrece respuestas siempre al mejor postor ávido de una salida como sea. Ese es el monstruo que hemos dejado que creciera con nosotros. Productos de calidad no testada a precio de oro. Entregas perdidas a pie de escalera de avión. Mascarillas y test defectuosos. Nada nuevo, pero que salta a la luz ahora y en tan mal momento. Conozco empresas que compran habitualmente en China. Ellos llevan años conviviendo con esa realidad. En partidas grandes, una parte del producto suele venir defectuoso. Lo asumen como normal en ese mercado en el que ellos prefieren eligir precio bajo a calidad final. Dependiendo de la situación, deciden presentar una reclamación en china o esperar a la queja del cliente final. La primera opción en país burocratizado es compleja. ¿Nos extraña? No es nada nuevo. Lo llevamos sufriendo aquí cada vez que presentamos una reclamación ante una operadora de telefonía, aseguradora o entidad financiera, otro regalo de la globalización. La segunda pasa por la paciencia y el nivel de enfado del cliente final, si este aguanta la protesta y amenaza con ir al tribunal de arbitraje, se le cambia el producto o devuelve el dinero. En fin, hacen lo mismo que tanto afeamos a los proveedores chinos y que aquí ya sufrimos como práctica comercial habitual de las grandes empresas y en ocasiones de las que no lo son tanto. Nos lo hace nuestro frutero de confianza cuando entre los 3 kilos de manzanas nos cuela dos «marcadas» y lo justifica diciendo que no se las va a quedar él y las tendrá que ir repartiendo entre todas y todos. Allí y aquí, se aprovechan de su prevalencia en el mercado, para sacar el máximo provecho con el mínimo costo, porque al final de la cadena, el desaguisado lo pagan los de siempre. Así pues y a la vista de este somero repaso histórico, tenderemos que convenir que la culpa no es solo del imperio chino, que con sus cosas, a la fin y a la postre, se comporta como anteriores sedes imperiales. Quizá sería bueno pensar si cada uno de nosotros y nosotras no hemos sido «cómplices» de nuestra historia mirando para otro lado. Siendo meros espectadores entretenidos en otras cosas y dispuestos a asumir de manera sumisa e interesada lo que estaba pasando, como si el asunto no fuera con nosotras y nosotros. Ahora nos sorprende que hayamos llegado hasta aquí en estas precarias condiciones, pero la culpa no es toda de los Chinos… igual que cuando los bancos decidieron cobrarnos por las operaciones de banca en línea que hacíamos nosotros y lo admitimos convencidos de que eso era parte del progreso ¿Recuerdan? Aquella revolución tecnológica de las finanzas se saldó con una reconversión que pagamos entre todas y todos, que se resumió en coste económico, en cierre de oficinas, en el cambio de un trabajador experto por dos jóvenes dispuestos a comerse el mundo «preferentemente» y en la pérdida de la calidad del servicio, justo allí donde este era más necesario pero menos rentable. Es eso que algunos dan en llamar progreso, mientras estamos despistados jugando con otras cosas.
Alfredo Jaso
Foto: Aaron Reenwood
En Metáfora sabemos que somos fuertes gracias a nuestros valores. Sin duda estos son los que nos han llevado a ser, por nuestro compromiso con ellos, una gran empresa sin haber querido nunca ser, por tamaño y facturación, una empresa grande. De manera modesta nos gusta sentir que con el apoyo de nuestras ideas y acciones, nuestros clientes y colaboradores han sabido transformar positivamente su entorno cercano. Nos gusta creer que destacamos no solo por la efectiva creatividad de nuestras ideas, si no fundamentalmente por la sinceridad de nuestros valores. Ser respetuosos, responsables, honestos y generosos también nos hace ser fuertes. Fuertes sin necesidad de competir contra nadie. Colaborando y estando cerca para juntos llegar más lejos. Fuertes más allá de la cuenta de resultados y los premios conseguidos. Fuertes a la hora de desarrollar nuestro trabajo poniendo siempre lo mejor que tenemos en cada tarea hecha. Nos es algo de ahora. En este tiempo, en el que ante la adversidad, todo el mundo quiere mostrar su nueva cara limpia, en Metáfora mostramos nuestra cara de siempre. Desde hace más de 16 años llevamos haciendo del amor por el trabajo bien hecho hastial de nuestra identidad. Durante más de 16 años apoyamos a empresas que tienen un proyecto capaz de transformar su entorno, facilitándoles herramientas de comunicación de calidad sin que ello tenga que suponer un gasto que acabe con sus recursos. Son nuestro proyectos «Metáfora». Algunos puede que aparentemente no tengan ni una repercusión mediática, ni una rentabilidad económica pero para nosotros los intangibles que nos ofrecen como retorno son siempre rentables. Esos proyectos son los que nos hacen más fuertes, porque sentimos que desde nuestro trabajo, también podemos aportar modestamente a ese proceso de transformación y cambio en el que siempre, las personas están primero. Nuestros valores nos han traído hasta aquí y pese al a dificultad , confiamos en el futuro, Ojalá que este tiempo sirva para hacer ver al mercado que hay que apoyarse en ideas sólidas, que aporten valor positivo y que es hora de dejarse ya de propuestas sin fuste, superficiales y presentadas desde la impostura.
Sin embargo, vemos como desde hace ya tiempo, se ha aceptado como verdad irrefutable el que la economía es la que salva a las personas, (de qué manera más cruda lo vemos ahora en estos tiempos de pandemia «salud sin economía es media enfermedad» escuché no hace mucho). Entiendo que es complejo congeniar de manera armónica ambos intereses, pero no obstante creo que es posible. Se puede volver esa «verdad» aceptada y poner el poder económico-financiero, al servicio del bienestar de las personas y hacerlo rentable. Para ello es urgente una toma de consciente conciencia para cambiar las cosas. Abrazar valores de respeto y responsabilidad en nuestras personales decisiones diarias. Impulsar con ello cambios políticos que lleven a la cima de quienes nos representan a las personas más valiosas por respetuosas, responsables,honestas y generosas capaces, más allá de creencias que cualquier tipo, de poner el bienestar de las personas en el centro de su interés: su salud, con una sanidad pública de calidad. Su educación laica e universal. El apoyo a la investigación y la ciencia. El trabajo digno. El respeto por el entorno natural y el acceso a la vivienda y la cultura…personas valiosas que escuchen, comprendan el valioso sentido de su trabajo y sepan hablar sin pretender convencer. Debemos cambiar hábitos de consumo para disminuir nuestra huella ecológica. En lo posible, acortar la onerosa cadena de distribución. Reutilizacion y reciclado.Compras más responsables con el consumo y más respetuosas con la naturaleza. Esta podría ser la primera parte de un camino en el que la generosa fraternidad, la equidad respetuosa en la diversidad y la responsable libertad guiarán nuestras decisiones como personas y como humanidad. Quizá así y mientras no haya soluciones más drásticas, las familias que gobiernan el mundo caigan en la cuenta de que es más rentable cambiar el modelo y poner en el centro de interés de sus negocios a las personas.
Si realmente queremos el cambio hacia un modelo de vida más respetuoso y responsable es prioritario dejar el tiempo impersonal de nuestras preguntas y pasar a realizar nuestras demandas desde la primera persona de plural y singular. Ser actores protagonistas de nuestras vida y no contentarnos con ser meros espectadores que aplaudimos la obra mientras otros hablan y deciden por nosotros. Desde el desarrollo de nuestra actividad vital y profesional, todas y todos tenemos cierta responsabilidad sobre lo que sucede y siempre podemos aportar alguna solución. Si permitimos que la salida de esta crisis vuelva a aprovecharse, como ya pasó, para darle una vuelta de tuerca más a la precariedad (ya se vuelven a manejar términos como flexibilidad), esto será un cruel «sálvese quien pueda», en el que solo sobrevivirán los más taimados tahúres. Aquellos que mejor sepan aprovechar de las circunstancias para sacar tajada en la debilidad ajena. Si es así, sin duda viviremos rodeadas de «gente lista» «flexible» pero sin ética ni valores. De ser así, habremos dado un nuevo paso atrás y todas y todos seremos más pobres en todo, económicamente y como sociedad.
Como trabajadores y empresarios de la comunicación también tenemos nuestra responsabilidad ¿Quién es capaz de decir que NO a buen contrato aunque sepa, de manera fehaciente, que la actividad diaria de esa empresa no es responsable, ni respetuosa, ni honesta? Para poderlo llevar sin vergüenza nos decimos: «yo no voy de héroe, no aspiro a cambiar el mundo». «Mi política es el trabajo y si no lo hago yo, lo hará otro y se llevará el contrato». «El mensaje que vendo de esta marca es positivo». «Todos cometemos errores, mi trabajo no es consiste en dar lecciones a nadie». «Ese trabajo que lo haga el consumidor que es quien elige, no vamos a ser más papistas que el papá» Si nos llenamos de razones, siempre podemos encontrar excusas para llenarlas de sinrazones y no afrontar la verdad. ¿Volveremos a tragar con presupuestos más cortos? ¿Nos veremos «obligados» a realizar recortes en equipos y ofreciendo salarios menguantes y flexibles? ¿Volveremos a la dentellada por las migajas? Es solo una reflexión en alto sobre nuestra responsabilidad y nuestro trabajo, la mía también. A veces un NO sumados a muchos no, son más valiosos y más sonoros que un si a regañadientes. ¡Ay! como me acuerdo de «El verdugo» de Berlanga.
Alfredo Jaso
Foto: Sam Manns
Se despierta con el correr bullicioso de los pájaros haciendo carreras entre las copas de los árboles. El primer día que los escuchó le asustó ese piar raro. Nunca antes lo había escuchado. Seguro que estaban ahí pero no había reparado en ello. Con los ojos aún cerrados se queda un rato en la cama escuchando su canto alegre. Le gusta estar ese rato en la cama, abrir despacio los ojos y sorprenderse con las sombras que el sol, cruzando la persiana, hace sobre la pared. El desayuno está sobre la mesa. Como de lunes a sábado un zumo de naranja, una rebanada de pan y junto al microondas un vaso de leche con Cola-Cao. Enciende la radio. Desayuna despacio. La música le hace compañía mientras moja las galletas en la taza de cacao. Le gusta mucho escuchar las canciones alegres y bailar a su ritmo mientras lleva la taza al fregadero. Luego se asoma al balcón. Le gusta ver la calle vacía. No sabe por qué, pero eso le da una sensación de agradable tranquilidad. Mira los balcones de enfrente. Al señor del cuarto, que como casi siempre, está asomado fumándose un cigarrillo, mirándolo todo pero como sin ver nada. Pilar, la portera de edificio sale a barrer la acera. Hasta la calle llega la música que sale del salón de la casa de los vecinos del tercero, la voz de una mujer que canta muy bonito. Cierra los ojos y deja que esa música le llegue hasta los oídos. Luego, sin saber por qué, siente como una alegría en el corazón que la hace mover la cabeza al ritmo de la música. Vuelve a la habitación. Estira las sabanas y hace la cama sin prisas. Le gusta poner cuidado en lo que hace, eso le recuerda a su abuela, que cuando la veía hacer las cosas a la carrera, le decía: «Vísteme despacio que tengo prisa». Suena el teléfono. Es su madre que la llama desde el trabajo para recordarle que a las nueve y media tiene que conectarse para sus clases del colegio. Ella se enfada. A pesar de sus 12 años es una persona responsable y no le gusta que le recuerden sus tareas. Cuando termina los asuntos del colegio llama a su padre. Aunque ya no vivan juntos le gusta hablar con él. Le echa de menos y está deseando que llegue el verano para subirse al tren y bañarse en el mar. Luego, como cada día, poco antes de las doce sale al balcón. Espera a que se asomen los vecinos. Le gusta ver cómo los aviones de colores vuelan sobre la calle vacía. No sabe muy bien por qué, pero le da alegría verlos surcar el cielo azul con sus alas de colores. A veces alguno se posa en su balcón y es como un regalo que cae del cielo. Entonces cuando eso sucede, mira a los vecinos y les saluda. Ellos también la saludan con una sonrisa que también vuela de un balcón a otro. No sabe por qué, pero le gusta ver sonreír a la gente. Su abuela siempre dice que los días son un regalo que merecen nuestra sonrisa. Quizá por eso parece que la abuela siempre sonríe, incluso cuando se enfada con ella. En la cocina vuelve a sonar la música. Baila mientras pone los vasos, los platos y los cubiertos sobre la mesa. Luego toma las servilletas de lino y una jarra de cristal llena de agua del grifo. En su servilleta la abuela bordó su nombre: Laura.
Pasadas las tres llega su madre del trabajo. Su madre siempre está preocupada y de mal humor. Trabaja mucho y gana poco. Dice que «es lo que hay y que no queda otra». Antes se consolaba diciendo «algo es algo, poco a poco…» pero ya ha perdido la esperanza y sabe que cuando esto acabe, revisarán a su nómina. Hace años hubiera protestado, pero sabe que si lo hace ahora le recordarán que fuera hay mucha gente en paro dispuesta a trabajar aún por menos de lo que ella cobra. Después de recoger la cocina se sientan en el salón. Su madre se queda dormida viendo la televisión y ella aprovecha para leer un libro. Una de las tareas de la semana. Le gusta leer. Es como viajar pero con la imaginación. Cuando su madre se despierta hablan de lo que han hecho durante la mañana. Le gusta escuchar a su madre. Le dice que quizá puedan salir el domingo a dar un paseo de una hora, pero a ella no le apetece. «¿Tienes miedo a salir?» le pregunta su madre. Pero no le da miedo, es solo que prefiere a que vuelva su abuela para salir de su mano. La tarde se deshace entre tareas y cariños. Su madre está triste desde hace días. Una pena hecha de dolor y miedo. Una pena honda y callada de días, le oscurece el corazón. Además, por la empresa de limpieza corre el rumor de que enviaran a gente al paro y sabe que ella tiene todas las papeletas para quedarse en la calle. Lo han vuelto a hacer, piensa, tanto que decíamos que esto tenía que cambiar, pero ya verás como esto será otra vuelta de tuerca más, para que los que tenemos menos.
Poco antes de las ocho, como casi todas las tardes, toma sus aviones y junto a su madre sale al balcón. Saluda a los vecinos del tercero que le sonríen. A la señora mayor que está sola y que le tira un beso por el aire y a los vecinos de al lado, uno chicos muy simpáticos que le guiñan el ojo y le preguntan como lleva las tareas del cole. Luego hablan con su madre y le dicen que si la niña necesita algo que se lo digan. A Laura le incomoda que la llamen niña. A la hora en punto la gente aplaude a manos llenas, queriendo que ese momento les una en la adversidad inesperada. Empiezan cantar a la resistencia pero enseguida la magia se pierde. Los vecinos gritan «la sanidad no se vende, se defiende» y los del cuarto les muestran el dedo corazón en alto, como si lo dicho pudiera molestar a alguien. Comienza a sonar una canción pachanguera. Los vecinos del tercero se recogen. Los del cuarto les señalan y le hacen un corte de mangas mientras comienza a sonar la voz de Manolo Escobar. Entonces su madre le dice: «nosotras también nos vamos para dentro Laurita, que esto se ha convertido en un teatro». Laura es una niña con suerte, su vida está llena de cosas que le gustan, sin embargo en menos de un minuto, ha enfrentado dos que no le gustan nada. La gente maleducada que cuando se siente ataca en su razón, ofende llenándose de sinrazones y que la llamen por el diminutivo de su nombre. Ella ya no sé siente una niña y no quiere que la traten como si lo fuera. En casa empiezan a preparar la cena. No hay mucho que elegir. Unos macarrones con tomate y un yogur de postre. Laura y su madre se acurrucan en el sofá. Ven una película. A Laura le gusta sentir cómo su madre se va quedando dormida. No sabe que cae rendida por un cansancio pesado y triste, sin esperanza de futuro. La película ha terminado. Le gusta ver a su madre dormida. Como dice su abuela, Laura es una niña afortunada, está rodeada de cosas que le gustan y personas que la quieren. Laura acaricia a su madre. Le da un beso en la mejilla que la saca de un sueño feo. «Cariño, me quedé dormida. Menos mal que me has despertado. Estaba teniendo un sueño muy feo. Me despedían del trabajo y nos volvían a echar a la calle, como cuando el banco se quedó con nuestra casa y tuvimos que regresar a la casa de la abuela». Laura se acuerda mucho de su abuela Felisa. Según le dijeron, hace 20 días que se fue al pueblo. «Mamá, echo mucho de menos a la abuela Felisa» Y su madre, con los ojos húmedos por la emoción, la abraza con fuerza y acariciando su pelo. Le dice, «cariño, tengo que contarte algo de la abuela». Y Laura, que aunque no le guste que se lo digan, sigue siendo una niña, asustada, con el corazón encogido y sin querer despegarse del pecho de su madre, pregunta: Mamá ¿Qué le ha pasado a la abuela?
Alfredo Jaso
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