
Cuando con 21 años, empujado por mi padre, dejé a la carrera mi Vigo natal, me fui a vivir la bohemia pobre del barrio de las letras de Madrid. Allí en el parnasillo de la calle Sta. María 36, usaba brocha, asentador y para afeitarme tomaba entre los dedos una navaja Solingen que me había regalado me querido Rafael Escribano. Por esos días de hambre y paseo, de cuando en vez me paraba a ver la hora en un reloj de bolsillo que junto al farmacéutico Dobao, cambié a un emigrado de la URSS en la Cuesta de Moyano. No lo hacía solo por esnobismo. Mi intención era darle tiempo al tiempo. Afeitarse con navaja es un rito que requiere de calma, buen pulso y precisión si no quieres cortarte la cara o el cuello. Tenía una maquinilla Philphs que heredé de mi padre y un bonito reloj de pila suizo, pero yo andaba buscando tiempo. Y para afeitarse sin un rasguño o para tirar de la leontina y sacar el reloj del bolsillo, alzar la tapa, mirar la hora, cerrar la tapa y devolver el reloj a su bolsillo, había que pararse sin tenerle miedo al tiempo. Sin saberlo, en esos días descubrí que la calma se encuentra pausando el tiempo y que solo haciéndolo así, es posible penetrar en el meollo de la realidad y ver lo que está ahí y que la mayoría de la gente, no tiene tiempo de ver. Eso me resultó muy útil en mis ínfulas de escritor. Con esa mirada calmada y limpia, en cada esquina, en cada salón, en cada persona, encontraba latente una historia que contar. Pasado el tiempo, asumidas mis deficiencias literarias y digeridas las miserias de mi vanidad, esa pausa me ayudó también en lo que después sería mi actividad profesional. Esa que fue ganándole el sitio a la escritura literaria, para acercarme a la creativa comunicación de la publicidad. Sin embargo a medida que fui creciendo profesionalmente (hablamos de un provinciano nivel) y mi vida tomó velocidad, fui olvidando esa lucidez que me había dado la pausa del tiempo. Dejé de escuchar el trino de los pájaros, de llenarme la mirada con el azul del cielo y de percibir qué atravesaba el corazón de las personas que se cruzaban por el atrio de mis días. Llevado por el pulso acelerado de los horas, dejé de observar atentamente lo esencial de lo vivido, para concentrarme en las circunstancias de aquello que me rozaba la piel, sin profundizar hasta el corazón. Sin querer, dejé de tener ese segundo de tiempo vital y empecé a comprar minutos vacíos. Pero con el tiempo la prisa se hace pausa y con ella comprendemos que la realidad es sencilla pero prolija y que por eso, para indagar en su sencillez, es necesario tomar tiempo para tener en cuenta los detalles. Es necesario aprender a medir las palabras y así, usar entre las que conforman ideas y actos, las más valiosas y precisas. Comprender que existe una canción para cada momento, pero que hay una melodía para la vida. Que existe un color para ese atardecer y cientos de matices para cada día. Hay que aprender a darle al tiempo paciencia, pues conocer los por qué, los cuándo y el para quién, es un aprendizaje que lleva toda una vida. Porque es con el tiempo que aprendemos a quitarnos la vanidad de la importancia, para quedarnos desnudos y frágiles y poder comprender que poco importamos sin los demás. Por eso con el tiempo descubrimos a recrear viejas compañías, deshaciendo falsas amistades. Con el tiempo aprendemos a olvidar agravios y ofrecer disculpas, que es una manera humana de pedir perdón y es por el tiempo como aprendemos a pronunciar con el corazón la palabra más bella: GRACIAS. Por el tiempo vivido reconocemos que la inteligencia es solo una buena herramienta si la bondad y la nobleza no gobiernan la razón. Que la cultura es más que memoria y tradición y es también sentimiento nuevo y valiente mirada y que la aceptación y la paciencia no son sinónimos de resignación. Con el tiempo que aprendemos a decir te quiero a tiempo, sin miedo a perder, ni la vergüenza de ganar. Y es con el tiempo como sentimos que amar es un sueño generoso que se comparte para mejor comprendernos y comprender los días. Y es con el tiempo vivido como aceptamos que nada se debe de esperar por ello, más que el regalo de una sonrisa compartida. Y así, con el tiempo descubrimos que el amor no juzga, ni duele, ni ata. Que no merece propiedades, ni exige sacrificios, ni pide explicaciones porque es libre y esa libertad generosa debe de servirnos para amar la vida libremente. Y es con el paso de los días como sentimos que el antónimo de amor no es odio, si no miedo. Y aprendemos a no temer las derrotas y a compartir los éxitos, con idéntica humildad y serena compasión. Por eso te digo, no tengas prisa. Aprenderás a vivir, viviendo y comprenderás poco a poco, que solo lo conseguirás si desde el paciente amor a la vida, le das tiempo al tiempo.
AJV
Alfredo Jaso
Foto:Age Barros