Relajado tras la excitación de la entrega, su cuerpo está bañado en sudor. Se siente empapado en un mar de sensaciones encontradas. Sabe que ha dado todo de si mismo pero le vence la duda de si pudo hacerlo mejor. La satisfacción le inunda el corazón pero el cansancio le puede al deseo y una sensación de tristeza le baña el ánimo. Desnudo de cuerpo y alma se acerca a la ducha. Se queda un minuto sintiendo la caricia del agua caliente rozando su cuerpo. Por el desagüe se van las incertidumbres y sus miserias de hombre corriente. Cierra los ojos y aunque quisiera respirar profundo le asusta la libertad de llenarse los pulmones de aire. A la oscuridad de sus ojos cerrados, se enfrenta el recuerdo clavado en el corazón de los ojos abiertos de Felisa. El miedo consentido de una mirada aceptando el adiós en soledad. Su mano fría implorando el roce de la despedida. La caricia cercana de un extraño que sabe que ya no puede hacer más por salvar su vida. Entonces, él baja la cabeza para que sus lágrimas se confundan con el agua caliente de la ducha. Llora como un niño, dejando que el hipo le atragante la angustia. Se viste lentamente, parece que le cuesta abandonar la UCI y dejar a los enfermos en manos de un destino contra el que no puede pelear. Sale a la calle un poco antes de las ocho. Sus colegas esperan a la entrada del hospital para devolver el reconocimiento de los aplausos. Es un momento emocionante que compensa el esfuerzo de 12 horas, pero no el abandono de años. Algunas compañeras lloran la emoción y la rabia. Otros, manteniendo la distancia, se buscan en los ojos y se abrazan con la mirada. Hace ocho años que trabaja en la UCI. Durante este tiempo siempre ha hecho su trabajo poniendo lo mejor de él mismo pese a que como ahora, no siempre los recursos fueron suficientes. Se despide con un animoso hasta mañana, sabiendo que solo un contagio podrá evitar que regrese a enfrentarse con la enfermedad. Vuelve a casa caminando. Sus pasos son pesados y lentos. En cada uno va dejando un recuerdo, una imagen y un dolor que le aprieta el corazón. No puede tocarse la cara y deja que las lágrimas le corran por la cara. Como si la distancia le alejara del sufrimiento y se liberara de un peso insoportable, a medida que se aleja del hospital se siente más ligero y camina más deprisa. Paso a paso va dejando atrás la tristeza y comienza a pensar en las personas que han podido volver a respirar. Piensa en la emoción de su reencuentro con la vida. En su mirada sorprendida, como diciendo, estoy de vuelta. Aunque lleva ocho años dándolo todo, en este tiempo siente el calor de su agradecimiento como la energía que les impulsa a seguir dándolo todo. La gente aún celebra en los balcones. Piensa en si se acordarán de ellos cuando todo pase. Recuerda a sus padres, que llevan con la tienda cerrada dos meses y con el género echado a perder. En quienes tienen que seguir trabajando cada día pese al miedo y las dificultades. En los que queriendo, no tienen en qué trabajar y se agarran con miedo a un mañana como única vana esperanza. La gente canta queriendo creer que así espantan a un mal que a nadie respeta. A veces, algunos le gritan o le escupen desde los balcones. Le amenazan por estar por la calle. Los primeros días enseñaba el pase del Hospital, pero ya ni siquiera se molesta. Un coche patrulla se acerca y se detiene a su lado. Ya le conocen. La agente le saluda con seriedad. Su compañero le explica que otra vez han recibido un reporte y le piden disculpas. Entre ellos hay una extraña camaradería fraterna, como la que sienten quienes están en la primera línea de batalla. Se despiden y cada uno sigue su camino. Al llegar a su casa se encuentra con la portera del edificio de enfrente recogiendo los cubos de basura y el vecino del tercero que está paseando a su perro Sultán. «Bona nit» le dice. «Moltes gràcies Jordi». No tiene muchas ganas de hablar y el médico responde asintiendo con la cabeza. Está deseando llegar a casa y volverse a duchar. Es como si todavía llevara pegado al cuerpo cada silencio de la UCI. Entra en el ascensor y con la llave aprieta el número ocho. Durante el tiempo que dura la subida mantiene la respiración. La puerta se abre. Su vivienda está justo enfrente del ascensor. Al salir se encuentra con dos folios pegados sobre la madera blindada de la puerta. El primero es de la comunidad, en él se le advierte de que por el bien de la salud de todos, se vaya a dormir a un hotel para sanitarios. El otro es un ofrecimiento de sus vecinos. Le dicen que si necesita algo, solo tiene que pedirlo y le dan la gracias por su trabajo. «Estamos orgullosos de tener en casa un héroe» es el final de la carta. Al salir de la ducha, le cae sobre el cuerpo todo el cansancio del día. Mientras preparada la cena piensa «Qué país de locos, unidos en el frente de la adversidad, y luego siempre un bando buscando el imponerse al contrario en lo sencillo y cotidiano». Está deseando llamar a casa. Montse está embarazada de 7 meses. Dos días antes de comenzar el confinamiento decidieron que lo mejor era que ella se fuera a Lleida a casa de su madre. Tiene que tomar fuerzas, no puede permitirse el lujo del alivió y la lágrima. Ni si tan siquiera el desahogo de la ira. Montse es una mujer alegre y tranquila. Hablar con ella es como un bálsamo entre tanta herida. Al final del día, tomando su cena fría, mira fijamente la televisión. La ve sin querer prestarle atención. Señores serios de corbata negra protestan doliéndose de España y sus muertos, como si hubieran perdido la memoria y ahora en ello les fuese la vida. El gesto preocupado de un ministro desarbolado que enfrenta sus errores ante lo inesperado, lo mejor que puede. La cara adusta de los que lo niegan todo para no ofrecer nada y los que ofreciendo casi nada, quieren sacar su rédito de todo. Datos y más datos que a él, que los enfrenta cada día, en la voz del periodista suenan fríos como su cena. Más allá, un debate tabernario donde todas y todos hablan al dictado como si tuvieran fáciles remedios, rápidas culpas, sencillas excusas y complejas soluciones y luego una gente encerrada en una isla que como en una distopía futura, lucha por sobrevivir. Jordí apaga la televisión y dice en voz alta «qué país complejo y maravilloso»… Piensa en Montse, en su sonrisa y en que ojalá su hija traiga su mismo ánimo, porque para lo que viene harán falta alegría, respeto, responsabilidad, honestidad y mucha generosidad para afrontar los tiempos difíciles. Tumbado sobre la cama, el sueño le va venciendo. De pronto en su duermevela, entre sus sueños atropellados, aparece la mirada de Felisa. Ahora es ella quien le roza la mano y sin saberlo explicar puede escuchar su voz como si estuviera a su lado. Él es una persona racional, sin embargo una liberación relaja el latido de su pecho al escuchar entre sueños como ella le dice: GRACIAS Héroe.
Alfredo Jaso
Foto: Daniel Squibb
El frágil vuelo de una voluta de humo delata su presencia en el balcón del cuarto piso. La pavesa del cigarro se enciende cada vez que una bocanada de humo llena sus pulmones. La ceniza, empujada por su dedo meñique, cae desde lo alto deshaciéndose en el aire. A la tercera bocanada como siempre le da la tos. Una tos ronca, seca, como de animal herido. Su pierna izquierda, en un movimiento nervioso y constante, no deja de moverse empujada por la punta de su pie. Estas horas de la tarde son las que peor lleva. Se le hacen eternas hasta que llegan las ocho y los balcones se llenan de gente. Por la mañana entre informarse de la actualidad con las «noticias del guasap», controlar las idas y venidas de los vecinos, mirar como barre la calle la portera del edificio de enfrente y la bulla de los avioncitos de los del tercero, se le va el tiempo. Luego llegan las risas de la hora del vermú virtual con los cuñados y enseguida la hora de comer. Una faria y un Fundador le abren el camino a la siesta. Una hora de reloj. Desde lo de los sellos no duerme bien. Aunque él no tuvo la culpa, le pesa en la conciencia haber dejado a toda ese gente que confió en él sin sus ahorros. Quizá por eso siempre se levanta de mal humor. Se atusa el pelo que le queda y se dirige al frigorífico. Allí se toma un vaso de agua helada, es su forma de quitarle las telarañas al sueño y la acedía a su mal humor. De la cocina se va al balcón. Enciende un pitillo y tose. Esa tos llama la atención de la niña del edificio de enfrente que juega con los aviones de colores. Él la saluda intentando ser amable, pero el gesto se le queda en una mueca tosca que la niña no comprende. «Hay que ver la que forman los vecinos con los avioncitos. Muchas palabras bonitas pero luego en cuanto suena el que «Viva España» se meten para dentro. Se conoce que a los especialitos les molesta que cante». Dolores, su mujer, que hasta ahora no le ha hecho mucho caso, le responde desde el salón «es que uno de ellos es catalán, como el médico del ático». Manuel asiente con la cabeza mientras el humo del cigarro se enreda entre su cabeza como oscureciendo sus ideas. «Menuda panda. Recuerdo cuando en este barrio vivía gente decente. Mira, ahí sale la loca de la mujer del vecino. Será boba, lleva una bolsa para disimular, pero ya es la cuarta vez que sale hoy. Parece que le molesta estar en casa. No me extraña que su marido luego se enfade con ella. Si es que va como ida, esa no está bien de la cabeza. Lola, tráeme el teléfono que la voy a grabar y luego se lo mandamos a tu cuñado a ver si le deja un recadito. Menuda panda de irresponsables. Cómo el médico del ático. ¿No podía irse a dormir a un hotel medicalizado? No, el héroe tiene que traernos los virus aquí y poner en riesgo la vida de todos. Ya he hablado con el presidente de la comunidad y hemos acordado poner un cartelito en la puerta de su casa recordándoselo, a ver si entra en razón.» Y llenando su pulmones con una puya de nicotina, parece que también se llena de razones en su injusta sinrazón. Mira su reloj. Ya queda poco para las ocho. La gente comienza a salir a los balcones. Los saludos van de un edificio a otro. Hay quien agita banderas. Los vecinos de abajo saludan a la niña que les muestra sus aviones de colores. Suena una canción que se ha convertido en un himno común de resistencia. Todas y todos aplauden. La emoción resuena en el aire como un aplauso común. Del edificio de enfrente unos jóvenes melenudos gritan «la sanidad no se vende, se defiende» y desde el balcón de enfrente hay gente que les abuchea. Él mira a Dolores y niega con la cabeza y les grita «perroflautas, que esto es una fiesta, no un mitin». De pronto, empieza a sonar la voz de coral de Manolo Escobar «Entre flores, fandanguillos y alegrías, nació mi España, la tierra del amor…» él canta con todo el fuelle que le dan sus precarios pulmones. Su voz se vuelve ronca por la falta de resuello y por la emoción. Los vecinos de abajo se meten en casa. Él les señala con su dedo índice y Dolores echándole un brazo por encima de los hombros, le dice «Manuel, no les hagas caso, son unos separatistas y van a lo suyo. No ves que son especialitos y artistas…», mientras con el brazo libre agita una banderola roja y gualda de la selección de fútbol. Aquella del campeonato de Sudáfrica. La sesión termina con otro aplauso por toda esa gente que lo está dando todo por nuestra salud. Cada día y sin poderlo evitar, Manuel se emociona y termina llorando. Se abraza a Dolores y luego todavía emocionados, llaman a su hija Carmen, que lleva tres años trabajando en Londres. Él solo saluda, pregunta por la salud y por si necesita dinero y enviando un beso se despide de ella. Sale al balcón y enciende un cigarro. Aspira cada calada como si supiera que pudiera ser la última y deja que con el humo se vayan sus pesadumbres. En la calle, el vecino pasea con su perro. «Mucho sacáis al perrito para lo pequeño que es…» y entre labios musita una palabra que a estas alturas afea más a quien la dice que a quien la recibe. El vecino le ignora, finge no escucharle y Manuel se siente más ofendido que si le hubiese devuelto el «insulto». Sin haberlo apurado hasta el final pone la colilla entre sus dedos corazón y pulgar y la lanza al vació. Al caer, el cigarro va dejando una estela de estrellas rojas que Manuel no ve. Después de la cena un poco de televisión y en el sofá, la pelea diaria de Dolores contra el sueño. Él también termina rendido hasta que la apnea le saca del duermevela. Vamos a la cama le dice a Dolores. Bajo las sábanas Manuel no puede dormir y da vueltas. Carmen, le oye y le pregunta «¿No duermes? Manu, déjalo ya. No le des más vueltas, tú no tuviste la culpa». Pero él no la escucha. Solo presta atención al leve silbido de sus pulmones. Está asustado, le duele el pecho y en la cama parece que le cuesta respirar. «A ver si ha sido el médico que nos ha traído el bicho hasta el bloque» piensa. El miedo es la llave que abre el camino de la sinrazón. Levanta muros infranqueables y derriba barreras para la razón. Donde entra la oscuridad del miedo se apaga la luz del respeto y la llama del amor a la vida. El miedo a Manuel le come el sueño y no le deja cerrar los ojos. Le asusta acabar en el hospital y ya no salir de allí.
Alfredo Jaso
Foto: Abhishek Koli
En Metáfora sabemos que les necesitamos para saber sentir y poder vivir y por eso ahora y como siempre, en Metáfora queremos estar cerca de las personas que trabajan el mundo de la CULTURA. Para ellas y ellos, con pocos recursos y en remoto, pero con todo nuestro respeto, con la colaboración y el trabajo desinteresado de excelentes profesionales, de corazón y con todo nuestro afecto, hemos querido hacerles este este sencillo homenaje que también es un llamamiento en voz alta para quienes deciden y gobiernan y para todas y todos nosotros, para que cuando salgamos a la calle, también les apoyemos y les tengamos presentes. En Metáfora sabemos que la CULTURA es lo que queda tras la mirada asombrada. Es el eco que resuena tras una pregunta que busca respuesta. Es el paso valiente dado en un camino jamás hollado. La CULTURA es la brújula de lo que somos, esa que nos ayuda a intentar comprender el mundo en que vivimos. Pero además de un universo brillante de creadores y artistas, la CULTURA es una industria formada por trabajadores y trabajadoras de diferentes ámbitos que en estos momentos, como todas y todos nosotros, también sufre, sola y desasistida, el embate de una pandemia que arrasa con vidas y proyectos. Por ellas y ellas y para siempre.
https://vimeo.com/407965076
En Metáfora sabemos del valor de los valores. Llevamos años trabajando con ellos. Haciéndoles ver a nuestros clientes y colaboradores que son una ventaja diferencial, no solo porque mejora de manera positiva el prestigio de su marca, si no porque ha de ser un propósito diario que impregne cada tarea, cada palabra, cada gesto de cada una de las personas que les representa dentro y fuera del entorno de la empresa. Valores que conforman lo que somos en la medida que impregnan lo que hacemos. Ahora, después y siempre, la honestidad, la honradez y la generosidad han de estar presentes en nuestras vidas. Cuando pase esta pandemia, todas y todos nosotros habremos de demostrar nuestra honradez, nuestra honestidad y generosidad, no solo con emocionantes y merecidos aplausos, si no con decididos gestos capaces de tejer una red social de apoyo y ayuda. Pero han de ser especialmente las marcas que quieren ser líderes, quienes habrán de hacerlo desde la honradez, la honestidad, la generosidad. Sin embargo durante estos días vemos que muchas aprovechan de manera torticera la dura emoción del momento para lanzar el trampantojo de una publicidad interesadamente solidaria que busca aprovechar la presencia fácil sin ofrecer más compromiso.
La honestidad es un comportamiento que se ajusta a los valores de verdad y justicia. Ser honesto es ser sincero, no tener segundas intenciones en el trato con las otras personas; no buscar sacar ventaja de las posibles debilidades o situaciones de inferioridad de otros individuos. La honradez es un código de principios que rige la coherencia entre la reflexión pensada y la conducta visible. Es una especie de culto a la integridad y a la sostenibilidad de convicciones, aun en situaciones de inconveniencia personal. La generosidad es una virtud propia de las personas con sentimientos nobles. Generosidad es mantener el ánimo compasivo y tener un corazón atento a los actos que realizan otras personas para brindarles ayuda cuando lo necesitan. Somos generosos cuando pensamos en las necesidades de los demás y estamos dispuestos a dar de nosotros cuanto es necesario para aliviar los padecimientos que otros sufren.
En Metáfora sabemos que la honestidad, la honradez y la generosidad, para todas y todos nosotros, como miembros activos de una sociedad que aspira a la justa y equitativa mejora, para pequeñas y medianas empresas que desarrollan su labor en distintos sectores pero muy especialmente para las marcas que lideran el mercado, tiene que ser un trabajo de cada día. Así lo hacemos en cada nuevo proyecto y con cada colaborador y cada cliente. La honestidad, la honradez y la generosidad ha de ser un compromiso diario, esto ya no va solo de una mera cuestión de imagen y bonitas y superficiales palabras. No tiene que ver con una labor de conveniencia que apoyada en técnicas de #RSE, procuren una distinción cosmética. Han de ser los valores basados en hechos reales los que apreciarán los consumidores. Debe de ser necesariamente así si queremos que este encierro este tiempo de reflexión sirva para algo. Por eso, ver a tantas empresas del Ibex35, esas que a diario pactan y cobran tarifas abusivas, que explotan a sus trabajadores, que desahucian, suman beneficios con las dificultades ajenas o peor aún en estos tiempos de carestía, cuando tanta falta haría que ese dinero burlado estuviera en las arcas del bien común, saber que desde hace años, se llevan su dinero de impuestos no pagados a paraísos fiscales, es una muestra palpable y cruel que la publicidad que no se apoya en unos valores sólidos y verdaderos, es falsa propaganda. Querer sacar tajada de estos días poniéndose un disfraz solidario, para obtener provecho del momento, cuando en la labor diaria se está lejos de la honradez, la honestidad y generosidad en el compromiso y el trato, puede que hasta ahora no fuera un mal negocio, pero las cosas deben de cambiar, tienen que cambiar, debemos de hacer que cambien para que no sigan aprovechando su poder para el abuso y la mentira. La honestidad, la honradez y la generosidad, para que sean creíbles deben de ser sinceras, esto es, un ejercicio diario y no solo un alarde aparatoso y puntual en tiempos difíciles. Cuando pase la pandemia espero que tengamos memoria y sigamos aplaudiendo a los valientes para que el valor de la honradez, la honestidad y la generosidad gobierne nuestra relaciones y que pasados estos días, el tiempo ponga a cada uno en su sitio y que tras este momento de emoción, penalicemos la conducta de los aprovechados que hoy hacen publicidad con sus impostadas campañas solidarias, cuando a diario esconden el dinero de sus impuestos no pagados en paraísos fiscales. De esas empresas que hoy sacan provecho con su caridad oportunista pero que a diario, con su prevalencia en el mercado abusan de su poder en su relación con unos clientes que tanto les hemos dado a ganar. Esas empresas de cara bonita y corazón sucio que por nuestra dejación de consumidores se han convertido en sinvergüenzas sin miedo. Ojalá que así sea y sientan lo mucho nos deben.
AJV
Foto: Dawid Zawila
A las ocho de la mañana, en la casa suena la Callas. Después de 8 años le causa la misma emoción que el primer día. Su voz transparente cantando «O mio babbino caro» sigue atravesando su corazón como aquella primera noche. A los pocos segundos llega Sultán para darle los buenos días. El perro pone su hocico sobre el colchón y lame su mano hasta que consigue que se levante de la cama. Antes de ducharse deja la cafetera italiana puesta sobre la cocina de inducción. Le gusta escuchar el ruido del gorgoteo del café caliente subiendo al vaso superior de la cafetera y el aroma que deja el café recién hecho por toda la casa. No le espera para desayunar. Él es de esas personas a las que no se le puede dirigir la palabra recién levantado. Su madre para redimirle decía, «es así», pero no tenía razón, quien no ha cambiado bien pasados los cuarenta, es porque no quiere. Mientras apura el café escucha a la Callas. Cierra los ojos y deja que los recuerdos le inunden la memoria, ese contenedor tramposo que nos devuelve lo que fue o al menos el recuerdo convenido de lo que queremos creer que pasó. Sultán espera junto a la puerta. Mientras se lava bien las manos, su voz se enreda en el timbre vocal de María Callas que canta Casta Diva. Sus recuerdos de telones y tramoyas se mezclan con su incertidumbre de ser o ser y no puede evitar preguntarse con tristeza: Después de todo esto ¿Volveré al teatro? Se pone los guantes y la mascarilla con parsimonia y antes de salir se asoma a la habitación. Le ve medio desnudo, tapado a penas con la sábana y un escalofrío recorre su nuca. «Cariño, bajo con Sultán a la calle, el café ya está hecho» dice tomando la correa del can entre las manos y abriendo la puerta. Sultán sabe que algo pasa. No tira de la correa, ni sale corriendo al llegar a la calle. Un paseo rápido para hacer sus cosas medio asustado, como si supiera que otros ojos tras las ventanas escudriñan sus asuntos más mundanos. Al llegar a casa él está sentado a la mesa. Sultán corre a su encuentro. Le gusta sentir su mano fuerte sobre la cabeza y su caricia bajo las orejas ¿Qué tal estuvo el paseo Sultán? pregunta y la respuesta llega desde el fondo del pasillo. Una fingida voz canina dice: bien, el del cuarto, asomado a su balcón, no dejaba de mirarnos. Será que le gustas, responde él. Sultán mueve la cabeza como si lo entendiera todo. ¿Tú crees que le gustamos? Le pregunta a Sultán. Estoy seguro que si, responde él.
Al mediodía el sol acaricia el pelo corto y manchado de Sultán. Sobre la mesa del salón, folios de colores esperan para hacer volar sus buenos deseos para el vecindario. En la casa suena l’amour est un oiseau rebelle de Bizet en la voz de Maria Callas. «El futuro no es lo que va a pasar, es lo que vas a hacer» escribe él sobre uno de ellos. «El amor es hijo de bohemios y jamás conoció leyes…» repite el coro de Carmen. Desde la terraza, uno a uno van volando aviones de colores. Impulsados con la fuerza de la emoción van colándose en los balcones vecinos. En el de enfrente, la pequeña Manuela espera a que alguno llegue hasta sus manos. «Somos lo que damos y dar es mejor regalo que podemos recibir», lleva escrito el último avión rojo. Es el que vuela hasta el balcón de la niña. Sultán alza la cabeza y gruñe, desde el cuarto llega la voz implacable del vecino…»ya está bien con los avioncitos…». Abajo, la portera del edificio de enfrente, apoyando la cabeza sobre el mango de la escoba, mira como vuelan los mensajes de colores. Es la hora del ángelus y no me has dicho que me quieres. Entonces él, mientras repican las campanas de la iglesia, le entrega su abrazo cosido a su cuerpo. Un abrazo dado con la delicadeza de la ternura y la fuerza del amor.
A media tarde todo está en silencio, es la hora del ensayo. Cada palabra de Federico resuena en La Casa de Bernarda Alba…»Y no quiero llantos. La muerte hay que mirarla cara a cara. ¡Silencio!» Repite en voz alta mirándose con dureza ante el espejo. De cerca Sultán observa su trabajo. ¿Volveré al teatro Sultán? Claro que si, se dice para convencerse, ahora nos necesitan más que nunca, verdad Sultán…y el perro como si pudiera entenderlo todo, se acerca para rozar su mano con su hocico. Me acuerdo mucho de ella Sultán, mucho… A las 20:00 es fiesta en la terraza. Todas y todos aplauden y se saludan. La pequeña Manuela les sonríe. Entre sus manos los aviones de papel recogidos esto días. Cuando empieza a sonar «Que viva España», entran en casa para preparar la cena. Un poco de pasta con pesto que a él le sale deliciosa. Sultán gruñe justo antes de que el vecino del cuarto grite: «Qué pasa, parece que molesta…» Mientras recoge los platos, él toma la correa y sale a la calle para acompañar al perro en una vuelta a la manzana. Arriba, en la casa, hay un silencio de soledad y duelo. Un silencio triste de inquietud e incerteza. El tiempo pasa deprisa y cuando se da cuenta Sultán y él entran por la puerta. Se queda mirándoles y da gracias a la vida por tenerlos cerca en esto momentos. Sultán se enreda en su piernas pidiendo el cariño de una sonrisa. Tienes los ojos rojos, le dice él rozando con los dedos su mandíbula. Saldremos de esta, confía en ti. Costará. Nos dejarán en la cuneta, pero volverás al teatro. Ahí fuera hay mucha gente que os necesita. Sultán se acurruca sobre su manta, él también está cansado de esto. Mientras prepara un café dice en voz alta. Cariño, vosotros si que hacéis falta, cuando esto pase ¿Quién va hacer volar esos aviones tan grandes por el cielo? Por cierto, ¿Qué tal fue el paseo Sultán? Pregunta al animal sabiendo que ya está dormido. Él, mientras lleva las tazas al salón le responde sin darle importancia:lo de todas las noches, el vecino del cuarto al vernos nos gritó desde su balcón… «Maricones, salís mucho con el perrito, mañana igual llamo a la policía…» Mientras le sirve el café le dice, yo creo que tú también le gustas. ¿Yo? responde él, yo creo que quien le gusta es Sultán. A lo que el perro responde alzando la cabeza al oír su nombre.
Es medianoche. En la habitación suena Manon Lescaut. María Callas canta In quelle trine morbide, él se acerca y le abraza por detrás. Carlos, en el borde de la cama, se hace el dormido. Él pone un beso de ternura en la nuca y pregunta ¿Qué pasa, por qué lloras? El actor se vuelve y con los ojos llenos de lágrimas responde. Es que no puedo olvidarme de ella. No pude ni decirle adiós. Ni tocar su mano. Ni besar su frente….y ahora, está allí sola y tan fría…y Sultán que todo lo entiende, lo mira desde la puerta de la habitación y se acerca hasta los pies de la cama y se tumba allí como queriendo velar la tristeza sin consuelo.
AJV
Foto: Victor Grabarczyk
En su casa huele a tomillo y lavanda. Se escuchan viejas canciones y se oyen antiguas palabras. El tiempo parece detenido en un reloj que rompe el silencio cada sesenta minutos. Es el aviso de que el día se va doblando la esquina de las horas. Acurrucada en la cama aprovecha el calor de la noche entre las sábanas para estirar el descanso. Hace tiempo que no sueña, quizá porque sus días están llenos de recuerdos. Lleva ya rato despierta. Despacio, sin prisas, se pone en pie y se dirige al baño. La radio la acompaña mientras desayuna. No le hace mucho caso, especialmente a las noticias, le cansan tantas cifras y malas noticias hablando siempre de lo mismo, pero cuando suena una canción de su época, enseguida la tararea. Un café descafeinado con leche y una rebanada de pan con mantequilla y mermelada le dan fuerzas y alegría para empezar la jornada. Cada mañana temprano viene el panadero y le deja el pan en una bolsa, así tiene siempre pan fresco. El panadero es un buen muchacho. Luego retira un trapo que cubre la jaula de Pichí su canario, un timbrado español que salta de una barra a otra en cuanto ve que ella se le acerca. Lo trajo a casa Manuel, su marido, hace 8 años. A ella no le hizo mucha gracia, tenía siempre miedo a que se escapase. Así es el amor, decía Manuel, que necesita de barrotes para que no salga volando. Cuando él murió a ella le tocó limpiar su jaula cada mañana y descubrió que no hay que temerle a nada y que los barrotes no son buenos para nadie, tampoco para Pichí. A veces le gustaría dejarle volar, pero piensa en qué haría el pobre, solo, sin su alpiste y su pluma de calamar para afilar su pico. Ahora ella sabe como se siente Pichí. Encerrada en casa sin poder salir a dar su paseíto, ese que daba cada día, «atravesando el presente casi disculpándose por no estar ya más lejos». Sin poder tomar el café de media tarde con las amigas. Sin poder abrazar a su nieta. Se acuerda entonces de su padre que estuvo cinco años en la cárcel por las cosas de la guerra. Y así, después de perderse entre recuerdos, deja que el sueño le venza y en un duermevela llega la hora de la visita de su hija. Ella no vive lejos y cada cuatro días se acerca hasta el piso de su madre. Deja una bolsa con alimentos y con los guantes puestos toca el timbre. Al poco sale a la puerta. Las dos se quedan mirándose como con cara de sorpresa. Es raro. El cuerpo se les mueve como el de un cachorro que es incapaz de controlar sus impulsos ante una alegría breve e intensa. Se ríen y lloran a la vez. Disimuladamente se miran como escudriñando si ha habido algún cambio. Al poco se despiden y su vida queda detrás de esa puerta que se cierra con dos llaves y un cerrojo. Su mundo se ha ido haciendo pequeño. De la cama a la mesa, de la mesa a la silla, de la silla a la ventana, de la ventana al sillón y así hasta que el reloj suena dos veces y marca su hora de comer. Entre lo que no come porque no le sienta bien, lo que no prueba por si le sienta mal y su escasa pensión se ha acostumbrado a comer de forma muy frugal, eso si, siempre de postre una naranja. Recoge la cocina mientras escucha las noticias. Le conmueve el dolor ajeno y le emociona el esfuerzo de tantas y tantos trabajando por el bien de todas y todos. Aunque sabe que ella tiene el tiempo contado le preocupa el futuro que está porvenir. Su hija se ha quedado en paro y su hijo ha tenido que cerrar su pequeña comercio. Por eso le enfada tanto que los que más tienen no den la cara por los que tanto les han hecho ganar. Sinvergüenzas, dice en voz alta, mientras apaga la radio. La siesta no la perdona, es larga y de pijama y cuando se despierta se queda un buen rato bajo la colcha. Hace tiempo que no pone la calefacción por miedo a no poder pagarla, por eso se tapa bien y estando en casa nunca le sobra una rebequita para no pasar frío. Su hijo le dice que la ponga, pero ella responde que solo lo hará cuando ya no aguante más y su resistencia, a fuerza de años, nunca parece tener límite. Cuando se levanta de la siesta, se lava la cara como los gatos y se arregla un poco. Toma el teléfono y llama a su amiga Felisa. Lo hace todas las tardes para preguntar cómo ha llevado el día. Hoy no contesta y eso le preocupa. No quiere pensarlo mucho y por eso se convence de que seguramente, Feli, no hay escuchado su llamada. Cinco minutos antes de la hora se pasa un cepillo por el pelo, se pinta suavemente los labios, toma la jaula de Pichí y le dice, vamos al balcón, toda esa gente lo merece. Sale y le emociona sentir la unión que late en el corazón de las personas. Tira besos por el aire. En el balcón de enfrente está su hija y su nieta y el estirado de su yerno. El vecino del quinto se ha puesto a cantar y después todos aplauden, ella también lo hace. Luego recoge a Pichí, le pone un trapo por encima de su jaula y ella se sienta en el sillón del salón. Abre el álbum de fotos, las roza con la yema de sus dedos, dejando en cada una de ellas el peso del cariño.. Empieza la ronda de llamadas. Su hija, su hijo, su nieta y su nieto. Su cuñada Carmen y su sobrina Luisa. A todas les dice que está bien, que no se preocupen. Sin poderlo evitar, al colgar la última llamada, una lágrima recorre las arrugas que el tiempo y la vida le ha regalado. Felisa, no estaba en su balcón. Está asustada y aún queda mucho día.
AJV
Foto: Todd Cravens
Ahora es necesario mantener un aprendizaje positivo de lo que está sucediendo para poder afrontar lo que viene después de la pandemia, ese virus social y económico que desgraciadamente se llevará por delante tantas ilusiones y realidades. Sin embargo en nuestras manos está el conseguir que el resultado de todo este tiempo de reflexión, de acción contenida y de solidaridad plena sirva para una apartar hábitos, modos de trabajar y maneras de relacionarnos basados en el consumo irresponsable, la injusta precariedad, la prepotencia del poderoso, la arrogante ignorancia y la cómoda superficialidad y todas y todos juntos digamos NO a la fea enfermedad social, que sin querer darnos cuenta se estaba haciendo crónica entre nosotras y nosotros. Ojalá que este tiempo sirva para eso y no sea solo un paréntesis de dolor y miedo que traiga nuevos días de un atroz sálvese quien pueda. Es tiempo de reflexión y de acción. Es tiempo de solidaridad y de generosa FRATERNIDAD, de justa y necesaria IGUALDAD de oportunidades y de responsable LIBERTAD. Apoyémonos, ayudémonos, confiemos en la honestidad de las buenas personas, en su trabajo y en sus valores. Escuchemos a aquellas y aquellos que comparten su conocimiento sin pretender convencer y apartemos a quienes llevan tanto tiempo haciendo de su propio provecho dolor y sufrimiento de muchas y muchos. No volvamos a equivocarnos, no volvamos a permitirlo. En nuestras decisiones y nuestro corazón está que así sea. #AHORAESELTIEMPODEMAÑANA.
Es la hora de gobernantes pero también de los bancos y de tantas empresas patrióticas del Ibex35 que de manera ruin se llevan parte de sus beneficios a sus sociedades en paraísos fiscales. Ahora es su momento para destacarse de mostrarse como empresas y bancos con valores reales y no con una #RSE maquillada y de conveniencia. Todas y todos nosotros seguimos pagando nuestros impuestos, los servicios que usamos, incluso los que no podemos usar, haciendo un esfuerzo que pone en riesgo nuestros escasos recursos, mientras algunos siguen haciendo caja en nuestras dificultades. Por eso los que más tienen gracias a nosotras y nosotros, tienen la oportunidad de ponerse al lado de las personas y las empresas que ahora tanto les necesitan. Ahora no es tiempo de interesadas moratorias en las facturas, esas que permitirán a las multinacionales españolas seguir mejorando sus cuentas de beneficios a cuenta de la ruina futura. Cuando dentro de 5 meses sus clientes tampoco puedan pagarles. Ni de sacar pecho con créditos blandos y rentables avalados por el estado con los que seguir ganando dinero a costa de la necesidad de muchas y muchos. Ni de presumir de compromiso social cuando algunas empresas están doblando su producción o cobrando recibos mensuales o anuales. Es la hora de demostrar si creen en las personas y las empresas de este país, esas que tanto les han hecho ganar o si a los bancos y las empresas «patrióticas», las de las donaciones mediáticas e impuestos escondidos, las de cara bonita y corazón sucio, como ya pasó hace años, solo les interesa el trato mercantil, la suma de dividendos y ganar dinero con el dolor de la gente. Es la hora de pensar en las personas, la hora de esos que se dicen patriotas, es la hora de apoyar al país y a su gente. #Niunreciboentresmeses
Entrando por la ventana de las escaleras escuchó el canto que llegaba desde la calle. Era una invitación diaria a reunirse en una liturgia común. Se sabía que a esa hora se hacían un alto en las tareas para acudir a la llamada. Ella acaba de subir de la calle con algo de compra. No se acostumbraba a ese uniforme impuesto que solo dejaba ver sus ojos. Así había que hacerlo, decía su marido y si lo decía él, ella no podía rechistar. Caminar por la calle así vestida, la hacía invisible pero también objeto de las miradas de todos. Sentía una extraña sensación de protección que marcaba cierta distancia de seguridad pero a la vez una incertidumbre próxima e individual que la asustaba. Por la ventana avisaban de que pronto empezaría el rito. Su marido sin dejar de mirar la pantalla del televisor, le preguntó que de dónde venía y ella, bajando la mirada respondió con voz temblorosa, de la compra. ¿Cuántas veces te he dicho que no salgas sin permiso? dijo él levantándose de la silla. Tengo que saber dónde estás y qué estás haciendo. No puedes salir cuando tú quieras. Ella alzó las bolsas y dijo sin ser capaz de levantar la mirada, «se habían acabado los dátiles y las naranjas para tu zumo, no quería que volviese a pasar que te faltara algo»… Solo te digo que no vuelvas a salir sin permiso, le dijo dejando con fuerza la huella sus dedos sobre el brazo de la mujer. Ella quería liberarse, volver a respirar. Se quitó la mascarilla que se ponía cada vez que salía a la calle, dejó las bolsas en la cocina y se lavó las manos con jabón, canturreando una canción infantil que le recordaba al hijo que él tanto deseaba y nunca tuvieron. En su cara, hasta entonces tapada por la protección, un moratón marcaba su pómulo. Oculta entre las naranjas, la multa de la policía. Un vecino la había denunciado al verla caminar por la calle. El mismo que cuando escucha los golpes que recibe durante las palizas se calla porque son cosas entre ellos. La espuma cubría sus manos. Escondidas entre las notas de la canción brotaban sus lágrimas de desilusión y miedo. Entonces desde el salón él gritó como si no pasara nada, «vamos mujer, que van a ser las ocho y hay que salir a aplaudir al balcón».
Alfredo Jaso
Foto: Uta Scholl
Sin alardes ni alharacas debo de reconocer que siempre me he considerado un buen profesional. Es bueno reconocer que en estos tiempos para alcanzar tal calificación no se requiere de mucho mérito, solamente acercarse a la tarea con la curiosidad de quien quiere descubrir, sorprenderse y luego poner amor a cada uno de los procesos que esa tarea nos obligue a emprender. Siempre me ha animado hacerlo todo con el objetivo de crecer como ser humano. Por eso si nos gusta lo que hacemos y nos mueve el afán de mejorar el resultado final con nuestra aportación, no parece complicado convertirse en un buen o una buena profesional. Desde esa perspectiva, cada nuevo proyecto nos enriquece sacando lo mejor de nosotras y nosotros, pero también nos exige el compromiso con el aprendizaje continuo. Durante muchos años, mi actividad profesional me ha obligado a acercarme y formarme de manera natural sobre diferentes materias y recursos para poder tratarlas del modo más adecuado y preciso. En ocasiones he tenido que leer infinidad de libros para poder entresacar una idea y en algunas otras, al avanzar en la lectura, he descubierto que en la materia a tratar el libro recomendado no aportaba gran cosa. Sin embargo, ni una sola vez he dudado que ese aprendizaje «inútil», a la larga le aportaría valor a mis trabajos. Como decía mi padre he sido siempre un aprendiz de casi todo, pero maestro en casi nada. Pero esa curiosidad por conocer, por aprender de todas y de todo, esa visión global de las tareas, apoyada en unos valores de responsabilidad y respeto ha ido forjando la persona y el profesional que soy. Nunca he necesitado una motivación extra para emprender mis tareas. Ni jamás me he planteado más objetivo que aprender y crecer como profesional y como persona al abordar cada nuevo trabajo. Tampoco me he preocupado por ir creando una marca personal. He sido siempre el que soy, intentando entregar en cada proyecto y en cada relación lo mejor que tenía con sinceridad y sin miedo, pero sin sentirme subido a una palestra desde la que mostrarme. He desarrollado, con mayor o menor fortuna, un camino profesional en el que no he tenido prisa y en el que mi único compromiso ha sido crecer en cada nueva propuesta como una buena persona para en cada tarea acometida intentar llegar a ser un buen profesional. Siempre he pensado que haciéndolo así es cómo se desarrolla una carrera profesional de éxito cuyo fin es, a partir de la excelencia, alcanzar puestos de responsabilidad y reconocimiento. Resulta evidente que para conseguir esos objetivos se necesita de un apoyo formativo que despierte la motivación y que promueva el compromiso con el logro de los mismos. Sin embargo resulta curioso que hoy en día pareciera que la gran mayoría de profesionales necesita de una continua motivación que ayude e impulse en el planteamiento de unos hitos a alcanzar. Hitos que como cimas a hollar se convierten en desafíos y objetivos profesionales. En estos tiempos es la consecución de esos objetivos y no el resultado de la huella de nuestro paso, lo que afianza y consolida nuestra marca personal. Sin embargo, la cruda realidad, indica que para ir ascendiendo hacia esa cima y conseguir cada uno de esos hitos, el mercado exige unas condiciones muy claras entre las que además obligarnos a ser tecnócratas de la especialización, pequeños soberanos de un coto cerrado de conocimiento, nos empuja a ser campeones y campeonas de la necesaria «Flexibilidad». Eso significa que tras varios cursos de motivación y autoconfianza. Tras plantear unos objetivos ambiciosos y plantar la huella de nuestra marca personal virtual, hemos de adelgazar nuestras expectativas y rebajar nuestros altos sueños para continuar el la liza y mantener esa línea ascendente. Esa «flexibilidad» es un duro golpe contra las ambiciones con las que hoy profesionales de nuestro sector alimentan su carrera. Afortunadamente les han enseñado que entonces, en esa bajada de justas pretensiones hacia el ascenso, deben de apoyarse en la barra de la resiliencia para poder levantarse tras el golpe a sus ilusiones y así seguir caminando como profesionales comprometidos pero también ya más precavidos, desconfiados, miedosos y flexibles. Yo que sé que ya no me queda mucho camino por recorrer, que no quiero ser flexible, ni me propongo reinventarme, ni deseo alcanzar más cimas que las que la vida ponga en mi camino, no puedo evitar pensar en esos y esas jóvenes profesionales tan preparados y motivados, emprendedores de lo suyo, flexibles y abnegados, maestros en algo insustancial y pequeños analfabetos de mucho de lo importante a los que el camino ha quitado tantas ilusiones y me digo: Que duro debe de ser llegar casi hasta el final para volver a estar como al principio. .
Alfredo Jaso
Foto:Joanna Kosinska
Anoche, haciendo recuerdos de un tiempo pasado, me recordaron un chiste de borricos, de esos que se contaban cuando éramos niños y niñas decía: «Qué pena mi borrico, ahora que se había acostumbrado a pasar hambre, va y se me muere». Es un chiste con vuelta, de esos que hacen pensar. Enseguida me di cuenta de lo oportuno del rebuzno chistoso. Pensé, en estos tiempos difíciles ¿Cuántas empresas y profesionales se sentirán como ese borrico, que se había acostumbrado al tiempo de la dura precariedad y que no ve más salida que tirar la toalla? Sin duda son más de las que creemos. Entre todas ellas estoy seguro de que hay muchas personas que han puesto todo lo que tenían en un sueño y que ahora despiertan en medio de una cruel e injusta pesadilla. Por eso ahora debemos plantear cadenas de apoyo y ayuda para juntos intentar salir a flote. Se ha dicho siempre que la unión nos hace más fuertes, por eso en este tiempo de apuro y mientras se va solucionando lo urgente, es necesario que todas y todos estemos unidos y apoyemos y demandemos los servicios y productos de aquellos y aquellas que se esfuerzan por mantener el compromiso diario con la labor bien hecha. Es urgente que apoyemos a quienes hacen del amor puesto en cada tarea, modo de trabajo diario. Que confiemos en quienes saben que lo primero es antes y que siempre lo importante va primero que lo superficial. Es necesario apoyar a quienes crecen alzándose sobre sus valores humanos y éticos. A quienes creen que son los buenos medios los que construyen un mejor fin y apoyar a quienes ponen lo que son, al servicio de lo que hacen. Pequeñas empresas con creatividad y valores. Pequeñas tiendas cercanas que hacen un comercio más justo. Hosteleros que cuidan el detalle y trabajan con productores de cercanía. Profesionales y artesanos honestos y de ley. Es crítico que cuando solucionemos lo urgente, contemos con ellas y ellos y contratemos a profesionales y empresas valiosas y con valores, para que después que pase la pandemia, unidas y unidos todos, dejemos de ser como ese borrico hambriento y precario que trabaja sin más esperanza que sobrevivir y podamos crecer de otra manera más justa, más equitativa y armónica, más sostenible y menos precaria para así dedicarnos a lo importante, mantener vivo y fuerte el libre latido de la vida. Porque acabar con la pandemia es cuestión de una vacuna, recuperar la salud de nuestra sociedad, tiene que ver con nuestras decisiones, nuestros hábitos y nuestros compromisos con la vida.
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