Hay quien dijo que todo está perdido cuando lo malo sirve de ejemplo y lo que está bien, se echa al olvido. Alguien escribió que vivimos miedosos y asombrados entre el escombro de una decadente ruina y que adoctrinados para tolerar la mediocre rutina, nos dan lo malo por bueno, quizá preparándonos para lo peor. En ese funesto panorama, lo precario se ha instalado en nuestras vidas para que la incertidumbre nos agarre del corazón y nos arranque la alegría. Confrontando ese desasosiego, se nos propone la urgencia vital, la superficial rapidez, el artificio que brilla instantáneamente solo en un destello fugaz que genera la ilusión frustrada y adictiva de una experiencia. Así, consentidores de esta cómoda esclavitud. Resignados a asegurar cada jornada con el puntal del miedo perder, aceptamos la dimisión de las conciencias y su mediocre tiranía, para poder ser uno entre más, distinto pero igual, en este trampantojo de la vida.
La precariedad y la incertidumbre construyen el miedo. Un terror que nos paraliza y nos hace insensibles. Un pánico latente que nos enroca, nos encastilla dentro de una realidad de apariencia infinita pero que cada vez resulta más pequeña. La pequeñez y el miedo generan desconfianza y esta alimenta nuestro desilusionado conformismo y lo viste de desinterés por todo aquello que aporta cierta profundidad y trascendencia a nuestros días. Esa superficialidad de tabla rasa y mediocre desgana, lo impregna todo. Para salvarnos y tapar nuestra ignorancia hemos aceptado que la mediocridad imponga canon y modelos. Son mediocres la mayoría de nuestros representantes políticos y dirigentes, mediocres y precarias las propuestas laborales, superficiales e interesadas las relaciones personales, mediocres la ideas, vulgares los comentarios. Así, terminamos vistiendo el traje gris del malhumor, haciendo del irrespetuoso mal carácter y la intención violenta, muro que separa, barrera que nos aísla dentro del rebaño protector. Como si por gritar más alto demostrásemos mejor nuestra distinción y diferencia. Como si por hacerlo de manera más áspera grosera, defendiésemos una libertad individual sin responsabilidad.
Ya no se trata de emplear el conocimiento para dirimir entre el adverbio y el adjetivo, entre lo que está bien y lo que es malo. Entre un bien que eleva conciencias y lo malo que adocena las voluntades. El acoso y derribo de la cultura, como pilar de conocimiento decantado y mirada libre que descubre y provoca, ha conseguido que esa mediocre vulgaridad, vestida a menudo de oropel fatuo y vacío, se extienda por redes y canales, y ya no solo a lo largo y ancho de nuestra trama social, si no que se ha convertido en humus que desde el sustrato profundo impregna esta decadencia. Parece como si ya ciertos conocimientos no sirvieran de nada. No se les otorga ningún valor más allá de lo anecdótico. En el común de la ignorancia, esos conocimientos no se aprecian y por eso no se valoran…a quién le importa que lo vivido y lo sentido, lo leído y lo visto, lo aprendido y compartido enriquezca una relación profesional o personal. A quién le importa ya que eso haga mejor una propuesta y más sólido un trabajo. A nadie parece importarle que ciertos conocimientos, que van más allá de la pericia técnica, y son los que hacen diferentes una propuesta, aporten el trabajo un alma que lo hagan mejor y más profundo y por lo tanto más perdurable en el tiempo. Quizá es esa la argucia. Se trata de que nada dure. Que como en una obsolescencia programada, todo haya de vivirse rápido, sin tiempo para la reflexión y el sosegado disfrute.
Todos queremos ser diferentes. Decimos preferir el cuidado respetuoso, la atención exquisita, la idea original, arriesgada y consistente. Pero lo cierto es que todo eso queda para la literatura de los blogs y las pomposas reuniones de talento. La cruda realidad es que en nuestro día a día hay más platos precocinados con sabor a nada que comida rica y sabrosa preparada con amor y tiempo. Que en nuestras horas abundan los lugares comunes vestidos de forzados espacios preferentes y exclusivos. Que usamos más aquello que está de moda aunque dure poco. Que por nuestra cabeza pasan palabras vacías, emociones de cliché, ideas de segunda mano. El contrapeso a nuestra común y mediocre necedad es un neolenguaje vacío, infantil y voluntarista que complace. Un cogollo de mensajes estudiados para el conformismo motivacional, que esclaviza. Una panoplia en la que nos presentan las armas con las que poder defendernos de la incierta precariedad, mediante la argucia posibilista, que asegura que el éxito es posible solo con proponerlo y desearlo. Que la bondad de una acción, una idea o un trabajo, su originalidad y calidad está certificada solo por ser nuestro y tener un coro de acólitos que lo aplauden. Sobre ese endeble armazón hemos levantado una ficticia autenticidad de trampantojo que no es real, pero que vivimos cada día, convencidos de que cada uno y una de nosotras, en nuestra común autenticidad, somos diferentes.
Llegados hasta aquí la pregunta es sencilla. ¿Hay que rendirse? ¿Es mejor sumarse a la reata y ser uno más? ¿Hay que ser más rápido y superficial? Parafraseando a Shakespeare en su soliloquio hamletiano ¿Cuál es la cuestión, hacer o no hacer? La respuesta es sencilla, en tiempo de mediocridad hay que defender con más coraje la bondad de las personas, la creatividad de las propuestas, las buenas ideas, la calidad del trabajo bien hecho con libertad y amor. Hay que hacer y hacer y seguir haciendo e intentar cada día hacerlo mejor. Con más solvencia profesional, con más amor, con un criterio más personal y libre. Con mayor compromiso y más corazón. Así que no te convenzan de que lo malo es bueno porque lo malo es malo. Lo malo es malo, feo, vulgar, mediocre. Es siempre un mal ejemplo y a menudo termina por ser más caro y menos eficaz.
Alfredo Jaso