Estamos rodeados de ruido. En la calle. En el trabajo. En casa. Nos hemos acostumbrado a su permanente presencia. A su constante y ruidoso estar. Hay ruido por todas partes, un ruido que nos aturde, que nos atontona. Un ruido ensordecedor que no nos deja oír. Con tanto ruido, no escuchamos otra cosa. Ni oímos la música callada de los días. Ni la armonía melódica de un latido. No escuchamos el trino agudo del ave libre, ni el doloroso gemir de un cuerpo cautivo de su propio cansancio. Es ese ruido ensordecedor, el que no nos deja escucharnos. El que nos impide nuestra propia voz hablando en nombre propio, ni oír la voz del otro y el sonido de su demanda y sus misterios. El ruido nos aleja de la realidad. Nos encumbra sobre un sonoro ara levantando sobre nuestra ruidosa e interesada soberbia. Nos levanta por encima de nuestra vanidad y nos lleva más allá del fragor de nuestros miedos. Así, los ruidosos días, se han convertido en un barullo que lleva al interior de nuestras cabezas esa desquiciante y sonora balumba que nos aparta del silencio de nuestras preguntas. Nos hemos hecho de tal manera a ese ruidoso existir, que el silencio nos atemoriza como asusta un rugido en la noche. Por eso, hay que rellenar el silencio con ruidos habituales a los que terminamos por acostumbrarnos. Ruido inútil que reclama nuestro interés y se apodera de nuestra atención. Ruido ruin que levanta un muro que nos separa y aleja de lo más cercano.
Aunque resulte paradójico, entre tanto ruido es urgente aprender a escuchar. Llegar a diferenciar aquello que suma de lo que nos resta. Comprender que no es lo mismo una voz compartida que un grito irrespetuoso. Un aullido melódico que una melodía musical que provoca. Debemos aprender a escuchar en todo momento y lugar. Pero para ello primero es necesario acercarse al silencio. Reclamarlo como una necesidad propia y colectiva. Silencio para derribar y construir. Hacer silencio aunque nos asuste y nos incomode el sonido sordo de nuestros miedosos reproches. Silencio para aprender a escuchar aunque nos duela la verdad silenciosa de nuestras miserias. Silencio como ejercicio de valentía y paciencia. Silencio para escuchar lo que cuentan nuestras manos cansadas. Para oír el amable rumor de un dulce fraseo. Para comprender lo que dice nuestra piel ajada o el grito poderoso del deseo.
Desde el silencio, es urgente escuchar con atención y sin miedo. Que no nos asuste el tono brillante de nuestra propia voz hablando en nombre propio. Que no nos asuste la valentía de nuestro miedo, ni el miedo ajeno de la voz de los que se dicen valientes a costa de nuestro silencio. Observa con atención y desde el silencio, escucha lo que dices y lo que te cuenta la vida. Sin trampas que te atrapen, sin juicios que condenen, sin ventajas que te salven. Sin ruido interesado que se interponga entre tú y la vida. Escucha desde el silencio y se tú sin miedo, sin preludios, ni ambages. No prestes atención al ruido. No permitas que distorsione la voz de quien tú eres. Guarda silencio para que tu voz suene más potente, más clara y así pueda llegar más lejos. Escucha y escúchate. Guarda silencio y vive sin miedo. Escucha, observa, comprende desde el silencio, comparte generosamente tu palabra y así desde el silencio, tu trabajo de cada día será más creativo.
Alfredo Jaso