
«Dicen que hubo un tiempo en el que flotaban en el aire a merced del viento. Aparecían entre las ramas de los árboles y debajo de las piedras. Se encontraban en los caminos y flotaban sobre el agua yendo y viniendo como si buscaran un destino. Fue una mañana cuando entre los cabellos de ella, encontró dos de esas grandes letras. Al rozarse una contra la otra, producían un sonido raro, pero dulce. Una melodía amable que quiso imitar. “Tu”. Dijo indeciso. “Tu”. Volvió a repetir. Ella le miró sorprendida. Sonrío y dijo… “TU”. Un tiempo después, cuando aún se rozaban con el aire y sonaban incrédulas. En ese tiempo pasado, sin nombres, sin pertenencias y sin apegos. En aquel hito de sonidos silenciosos, hilvanados por un significado insignificante, sintió una leve caricia cerca del oído que le hizo abrir lentamente los ojos. Fue al despertar cuando ella las vio. Él aún dormía. Así que sigilosamente acercó su oído al pecho de él, allí donde parecían reposar esas dos letras, y confundido con el latir del corazón, ella creyó escuchar…Yo. Entonces cerró los ojos y dejándose llevar por el misterio pronunció en voz baja… Yo… Yo…Yo… y abrazada a él, se fue abandonando al sueño».
El autor del texto nos relata de manera muy sugerente y poética una experiencia vital vinculada al nacimiento de las palabras. En ese texto se nos invita a imaginar que cada letra se roza con otra, para construir un universo propio de significado concreto que conocemos con el nombre de palabra. Cada palabra define de manera precisa una utilidad y un uso que, durante siglos se ha mantenido vigente, pues es el resultado exitoso del uso, pasado por el tamiz de la
Etimológicamente, experiencia deviene del latín experiri, que significa comprobar. La experiencia es una forma de conocimiento contrastado, construido a partir de la observación y la evaluación, que se elabora personal y colectivamente. Así, mediante esa arquitectura de la información e interactuando entre hablantes, se va construyendo el lenguaje. Siendo con el paso de los siglos, el reflejo de una experiencia personal y compartida entre usuarios.
Cuando hablamos de experiencia del usuario, manejamos conceptos de diseño que presentamos como relativamente novedosos aplicados a un equipo o función. Hablamos de ellos como si estos fueran la primera vez que se manejan. Los nombramos con palabras de nuevo cuño. Olvidamos con excesiva facilidad, que el tiempo que vivimos, es la continuidad de la validación permanente de una experiencia de uso. De ello tenemos ejemplos paradigmáticos en la naturaleza, que propone de manera evidente, muestras de la imparable adaptación y mejora de usos y funciones, capaces de hacer prevalecer unas especies sobre otras.
En el “espacio natural” de actividad que denominamos mercado, ese proceso de selección ha primado con la permanencia a aquellos trabajos buenos, convirtiéndolos en clásicos de referencia. Y ha castigado con la volatilidad a los que no lo son. Hoy sabemos que cada equipo, cada proceso, cada función y cada servicio, si quiere pasar la criba del tiempo, además de ser “bueno”, ha de tener en cuenta la experiencia de usuario. Como sucede en la naturaleza y pasa con el idioma, cada servicio, cada función, cada proceso y cada equipo, han de mantener un compromiso con la evaluación continuada y la mejora permanente como parte del proceso vital del mismo o estarán condenados al fracaso y el olvido.
A nadie se le escapa que el lenguaje es un elemento vivo a disposición del usuario. Pero con frecuencia se nos olvida que cada palabra, por si sola, es capaz de evocar una experiencia. Quizá por la ignorancia de la familiaridad, no tenemos en cuenta que una sola palabra puede transformar y convertir un espacio de actividad común, en algo placentero o por el contrario, desdeñable. Cada palabra, unida a otras muchas, plantean conceptos. Proponen y desencadenan acciones. Ejercen de contrapeso a favor o en contra. Mas sin embargo con frecuencia, la palabra y su capacidad poderosa, pasa a un segundo plano en el desarrollo y el diseño de la experiencia del usuario. Deberíamos preguntarnos por qué eso sucede así. Por qué cuando se plantea el desarrollo del diseño de un equipo, sus funciones y servicios, trabajamos más aquello que el ojo ve y la mano usa y menos, lo que la palabra explica y el cerebro comprende. Tendríamos que preguntarnos sobre el por qué no hay interés en hacer un uso adecuado de las palabras precisas a la hora de desarrollar, proponer y actuar.
Es evidente que la palabra también forma parte de la experiencia de usuario. Es más, sostengo que, si la comunicación ha de ser cada día más, un diálogo, la palabra precisa lo enriquece. Por eso empobrecemos nuestro trabajo cuando la usamos de manera incorrecta. Si la utilizamos con desidia y menospreciamos su poder, cada vez que el usuario se acerca a nuestros equipos, nuestros servicios, sus funciones y objetivos, le birlamos la posibilidad de vivir una experiencia única. Cada vez que minusvaloramos su capacidad, achicamos nuestro entorno de acción. Si desdeñamos y depauperamos su importancia global, construida en el apoyo de imagen y palabra, desaprovecharemos una oportunidad de éxito para nuestro mensaje. Preguntémonos por qué eso sucede así. Indaguemos si es el resultado de una interesada ignorancia o una desinteresada familiaridad y en la búsqueda de respuestas, hagamos de ese camino una experiencia vital compartida.
Ahora, el acercamiento a la experiencia de usuario, nos permite trabajar de manera orientada y por ello de modo más preciso y eficaz, nuestras herramientas de comunicación. Desde el conocimiento de siempre aplicado a entornos nuevos, propongamos hacer del correcto uso del lenguaje, del idioma y sus palabras, hastial que corone la arquitectura de la experiencia de usuario. Pues como alguien escribió…
«Perdidas en el limbo del silencio me salen al paso las palabras, Tropiezo con ellas, me traspasan. Me rodean, me acarician y me abrazan. Me engrandecen el pecho si las digo. Valerosas me inflaman la garganta. Divagantes me empujan al camino, de su mano el tiempo se desata».
Alfredo Jaso