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El martillo y los clavos

 

Conocimos a Laura hace años. Trabajaba en un centro de Altos estudios dependiente de una universidad pública. Era la eficiencia y la amabilidad personificada. A los diez minutos de estar allí, resultaba evidente que ella era la persona con quien había que hablar si se quería resolver con eficacia cualquier cuestión.  Hace semanas nos sorprendió verla sentada en una exigua mesa en un espacio compartido de esos que ahora llaman pomposamente «trabajo en oficina integrada» o de manera algo más tonta: espacio «Coworking».

Laura tenía uno de los mejores expedientes académicos de su promoción y los catedráticos la animaban a que siguiera su carrera en la universidad, pero a ella siempre le gustó más la brega cercana e ilusionante de la docencia en el bachillerato, que el fatuo ambiente universitario, hecho de servilismos y dependencias. Quizá por eso y desoyendo las recomendaciones de sus mentores, decidió dedicar un año a preparar unas oposiciones que la acercaran al mundo real de la enseñanza. En Laura se unían de manera equilibrada una inteligencia clara. Nobleza de corazón como para no engañarse. Sentido común para no hacerse vanas ilusiones y una incasable y disciplinada capacidad de trabajo, por eso de no ser porque por entonces en su especialidad, las convocatorias eran escasas de plazas , hubiera ganado su oposición a la primera. No obstante aquella primera vez le sirvió para entrar en los primeros puestos de la lista de interinos y eso hizo que durante dos cursos disfrutara, como nunca, de su labor docente. Sin embargo, quiso el destino y la mala fortuna, que antes de comenzar el tercer año, el ministerio cambiara el baremo de puntuaciones y Laura, por 3 días, se quedó fuera de las primeros puestos de la lista y con ello, de la posibilidad de volver a trabajar de manera interina en un Instituto. Volvió a la tarea del estudio y en ello estaba cuando un antiguo y apreciado profesor, comisario de una magna exposición de esas que celebran glorias y centenarios, la llamó para dirigir aquello. Ya les expliqué cómo era Laura, además por aquel entonces ella era valiente y no lo dudó. Era un trabajo nuevo pero se sentía capaz de llevar la gestión diaria de ese encuentro cultural, durante más de un año. Quiso la oportunidad que por entonces, en la universidad se quisiera aprovechar el tirón de la exposición y sus fastos, para prolongar la actividad expositiva y vincularla a  la investigación, creando un centro de altos estudios académicos. La dirección del centro era un cargo codiciado y por el que hubo cierta batalla entre catedráticos, pero sobre quién debía de llevar la gestión del mismo no había duda: nadie mejor que Laura para hacerlo. Así, sin haberlo querido nunca, se vio trabajando para la institución de la que siempre se había querido alejar. Como remacha Rubén Blades en su canción «Pedro Navaja«, «Cuando lo manda el destino, no lo cambia el más pintao, si naciste para martillo, del cielo te caen los clavos» .

Gestionar la actividad de un centro de altos estudios sin interferir en egos ni vanidades de los que comandan la institución no es cosa baladí. Además de mano izquierda, sentido común y saber hacer, hay que tener dotes y conocimiento para coordinar y facilitar la labor de investigación y sus consiguientes publicaciones. Organizar jornadas, seminarios y congresos. Tener la paciencia de solventar con tacto las petulantes disputas entre presidentes, alcaldes, rectores y embajadores, que tan apegados al medido protocolo y la oscura vanidad del cargo, suelen resumirse en fatuos motivos para rancias pendencias personales. Atender a los asuntos económicos. Agendar citas y actividades de la dirección y los cargos directivos y hacerlo todo ello desde la eficacia y la discreción, no es cosa de poca enjundia.  Aunque seguro que hubo motivos para ello, durante más de 15 años, ni un solo día le faltó la sonrisa, ni racaneó la mejor disposición para hacer su trabajo. Le gustaba su misión y cada tarea la emprendía con la dedicación y la eficiencia que su conocimiento y valía le aportaban y la experiencia que le regalaba todo ese tiempo de trabajo bien hecho. Durante esos años, Laura dejó aparcada su tesis doctoral y una parte importante de su vida personal y la entregó al trabajo y al mejor lustre y esplendor del centro de estudios para el que se dedicaba en cuerpo y alma. Durante esos más de 15 años, Laura desempeño todas estas funciones amparada por una larga ristra de contratos de investigación que la mantenían en vilo cada fin de curso, atada a una promesa de próxima fijeza que nunca llegaba. La renovación de cada contrato de investigación la laureaba de publicaciones, comunicaciones y ponencias. Cada nuevo contrato, la reforzaba un años más  en su capacitación al frente de centro de estudios pero en el fondo, ese tenerla en vilo era la ruin zanahoria que una institución tan noble, como poco agradecida, ponía en el horizonte vital de Laura.

Canta el panameño Blades en su canción «Plastico»:»Recuerda se ven las caras pero nunca el corazón», por eso cuando en la pelea por el rectorado, tras un remedo del aquel «abrazo de Vergara», el ganador decidió quitarse de encima al contrincante, evidentemente no fue a por él, pero si a por quién era el pilar que sostenía la institución desde la que se impulso su antagonista. Así, como los generales comienzan su guerra sin reparar en los soldados muertos, Laura descubrió que ciertas instituciones son un «ente cosificado» al que se le ve la cara pero casi nunca el corazón. Pese a su compromiso y buen hacer de años, al finalizar el año electoral y sin tener arte ni parte en el proceso de candidatos, vio como su contrato de investigación no se renovaba. De poco sirvieron las declaraciones de varios ilustres catedráticos que describieron  y alabaron el trabajo de Laura ante el juez, pues ante la favorable sentencia de magistratura recomendando la readmisión, la universidad, en un alarde de descrédito a la inteligencia y la buena gestión del dinero público, prefirió indemnizar a Laura por los más de 15 años de buen trabajo. En la cortedad de mira la justificación fue la de no sentar un mal precedente que abriese la puerta a otras reclamaciones similares. No se sabe si cuando se referían a un mal precedente este era jurídico o de reconocimiento al buen trabajo. Ahí terminó la carrera profesional de Laura.

Recuerdo el día que nos reencontramos. Sentada a su mesa y delante de su portátil, su mirada triste reflejaba la decepción y el gesto de su cara, la derrota. Su pelo, quizá por los disgustos se había vuelto gris. Me saludó con cortesía y me contó que anduvo un tiempo aturdida y sin saber qué hacer. Que pensó en volver a las oposiciones, y lo intentó, pero después del golpe recibido no se encontraba centrada como para dedicarse al estudio. Decidió empezar a buscar trabajo. Fue entonces cuando desde la oficina del paro, le hablaron de una lanzadera de empleo. No perdía nada con probar.  «Allí aprendí a desarrollar mi marca personal, a preparar un CV atractivo, a gestionar mis redes sociales y a completar un plan de negocio. Con el fin de motivarnos, allí también hacíamos un montón de tontadas, que al parecer estaban pensadas para que visualizáramos un futuro en positivo. Esas cosas chatas y algo ramplonas del «si tu lo deseas con fuerza, se logra» que quizá todos y todas necesitamos, pero que en el fondo y menos a nuestra edad, nadie cree. Cerramos el tiempo de formación con una fiesta. Tras la entrega de diplomas nos hablaron, Faustino, agente de una entidad financiera y Carlos, un chico joven de esos que parecen desaliñados pero se visten con ropa que no baja de los 300€. Uno nos habló de las ayudas que su banco ofrecían a emprendedores. El más joven, nos contó su exitosa experiencia de emprendedor tras salir de la lanzadera. Una tienda virtual y una ingeniosa App, le estaba haciendo ganar dinero a paladas. Para acabar nos invitó a que conociéramos su coworking, una nueva diversificación para sus negocio para la que había contado con ayuda de Faustino y su banco. Al poco volví a buscar trabajo. Pero me encontré con un muro. De nada valían mi formación y mi experiencia. Pesaban más mi edad y mi condición de madre y mujer y en cada negativa, después de haberme pasado mi vida intentando hacer del compromiso con el trabajo bien hecho apoyo profesional, me sentía estafada. Un día me encontré con uno de los miembros directivos del centro donde estuve trabajando más de 15 años, un catedrático de los de cortas miras y mano larga que me dijo: -Te pasaste de lista denunciando a la universidad. Si te hubieras callado, quizá a los pocos meses yo hubiera podido hacer algo para que volvieras a trabajar-. Le miré con despreció y le despedí pidiéndole que no volviese a dirigirse a mi. Al llegar a casa me encerré en mi habitación y me eché a llorar sin consuelo. Con cada lágrima no podía dejar de preguntarme, si en mi vida profesional no he hecho otra cosa que dar lo mejor y trabajar con eficacia y honestidad ¿Qué he hecho mal?

Deberíamos hacer como Laura y preguntarnos qué estamos haciendo mal. En algo nos estamos equivocando cuando dejamos que personas en la plenitud intelectual y en la cima de su experiencia profesional, después de haberlo dejado todo por hacer bien su labor, se borren de las listas de selección. Si desperdiciamos ese caudal de conocimiento y experiencia, que se resume en valores como el amor por el trabajo bien hecho, la responsabilidad y el respeto ¿Quién hará el traspaso de esos valores a los más jóvenes si ellos y ellas no están? ¿No estamos empobreciendo la calidad del trabajo? Estoy seguro de que entre todas y todos no tenemos las soluciones pero no me cabe duda alguna de que todas y todos tenemos la responsabilidad.

Laura hoy, capitalizando su prestación por desempleo y con la ayuda de la entidad financiera en la que trabajaba Fasutino  desarrolla su proyecto de emprendimiento. Su empresa está incardinada en el espacio de Coworking que Carlos les ofreció y por el que suele pasar la gente de la lanzadera. Por 250 € al mes tiene una mesa a su disposición en la que a penas cabe su portátil y unas carpetas con documentos para la aseguradora para la que es mediadora comercial. Tiene que cumplir con unos objetivos comerciales complicados. Hay meses que tiene que poner dinero para poder pagar sus gastos pero piensa que si trabaja duro y lo desea con fuerza volverá lo conseguirá. En su trabajo sigue siendo tan eficaz y honesta como siempre, pero su mirada refleja la tristeza y el desánimo de la derrota.

 

Alfredo Jaso

Foto: Travelergeek

 

 

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Y yo con estos pelos

 

Conozco a Luisa desde hace más de 7 años. Desde entonces nos vemos una vez al mes. Hablamos. Me escucha con paciencia y arregla los desvaríos de mi cabeza. No le pido milagros, solo que ponga orden en ella, que eso es ya mucho. Por si no lo saben, desde bien pronto empecé a pelearme contra mi propia naturaleza. Intentaron una y mil veces alisar el empeño de rebeldía sin causa. Hasta que un día me miré al espejo y comprendí que por mucho que nos empeñemos en estar siendo, hay que asumir la verdad de lo que somos. En eso Luisa siempre me dio la razón y nunca se puso en contra de mis remolinos. «Lo mejor es no pelearse con uno mismo. Fluir, dejar que el pelo siga su natural condición sin forzarlo y poco a poco ir comprendiéndolo hasta sacar virtud de ello». Luisa siempre destacó por su natural inteligencia y un don especial para manejar cabellos, peines y tijeras. Siempre se ha considerado una artista, efímera, pero artista. Acabados sus estudios obligatorios, se dejó un dinero que en su casa no sobraba, en una academia donde habrían de pulir su oficio. Allí acudía mucha gente a cortarse el pelo a un precio casi simbólico a riesgo de salir trasquilado. Pero eso a Luisa nunca le pasó, es más, aquello le sirvió para hacerse con una clientela que atendía a domicilio y ganarse un dinero con el que ayudar en casa. Sin embargo aquel dinero que entraba limpio pero se volvía negro, no le gustaba. Ella tenía otros sueños y otros compromisos. Quería tener su propio salón. Dar trabajo a algunas buenas compañeras y pagar sus impuestos, que como ella le gusta decir: «para eso están, verdad. Para que con el trabajo de todas y todos mejoren las cosas». Así es Luisa: una buena profesional de lo suyo y comprometida con lo de todas y todos y por eso, después de 7 años, sigo acudiendo a su salón a cortarme el pelo.

Durante estos 7 años de conversación y tijera, he asistido a la consolidación de su actividad profesional. He pasado por tiempos en los que se tenía que pedir cita con muchos días de antelación y en el salón había hasta 4 personas contratadas trabajando a pleno rendimiento, hasta estos de ahora, de penurias y duras incertidumbres. A Luisa es difícil borrarle la sonrisa de la boca. Ni la crisis, esta última que vino para quedarse lo ha conseguido. Conociéndolo o no, desde el comienzo hizo suyo ese dicho chino que recomienda a «quien no sepa sonreír que no abra una tienda». Nunca he visto a Luisa tan feliz, ni tan orgullosa de su éxito como en esos días. Sus redes sociales estaban llenas de fotos de su equipo de trabajo. «Estoy dando trabajo a 4 personas», me decía emocionada. Sin saberlo Luisa era una emprendedora, quizá por eso cuando empezó la gente dejó de arreglarse se aferró al negocio y como no le faltaba visión de futuro, invirtió en una máquina de Rayos Uva y otro de laser de diodos para la depilación. Al principio no le fue mal y parecía que con lo ganado se podría amortizar la inversión pero la apertura de varias franquicias de grandes centros de Depilación y Rayos terminaron por crear la tormenta perfecta y todo fueron pérdidas. Luego lo vio claro, sin que hubiera llegado aún Rosalía ni se le esperase, se dijo, vamos a trabajar la manicura. Y contrató a una especialista en el asunto. Al principio con lo ganado pagaba los seguros sociales y alguna clienta se quedaba para hacer el pelo, pero enseguida llegaron los anuncios de las «Nails» y recortaron su visión de negocio. Luisa me decía: «si yo le veo claro, pero no puedo con esa competencia tan desigual y lo peor es que tengo que aguantar al listo de mi cuñao, que no ha dado un palo al agua en su vida y me dice muy ufano…es el mercado y la globalización cuñada».

De un tiempo a esta parte Luisa no es la misma. Salvo una chica que le ayuda los viernes y sábados, está sola. Ya no sonríe y cuando me acerco a su salón solo escucho su queja. «Viene la gente y me pregunta que cuánto cobro por un corte o un tinte. Así como en los tiempos de mi abuelo, cuando «El corte de París» era la única tienda de precio fijo, el resto al regateo. Les enseño el panel de precios y me sueltan, más abajo me lo arreglan por 7€. Y yo les digo pero a usted le lavan la cabeza, le dan un café mientras espera. El tinte es de calidad y ecológico. Se toman su tiempo para hacer bien su trabajo…y sabes que me responden…7€ y se van.» Ella sabe que no son buenos tiempos para nadie y menos para quien quiere hacer bien su trabajo y vivir con dignidad de ello, por eso resuelve: «Me quedan dos opciones: la primera, competir por precio, bajando la calidad. Cobrar menos por hacer peor mi trabajo. La otra mantener un precio justo y seguir perdiendo clientes y clientas a sabiendas de que con  los más fieles no saco, ni para pagar los impuestos y las dos, como los mandamientos, se resumen en una: llegar a casa triste y derrotada». Y se le nota en la cara y en el animo. Las ojeras ya no se esconden bajo su sonrisa. Están ahí como la muestra de su compromiso con fe y nunca mejor dicho. Al fin y al cabo la fe es la confianza mantenida en algo que difícilmente se puede sostener. Por eso, cuando me pregunta con ingenua resignación que qué ha hecho mal. Me dan ganas de decirle, pregúntale a tu cuñado, ese que no ha templado un tirante en su vida y verás lo que te dice…»es el mercado y la globalización cuñada». Pero yo me calló, porque decirle eso me parece injusto con su tesón y cruel con su laboriosa verdad. Por eso enjugando una tímida lagrima de su rostro le digo lo que siento, Luisa, tú no lo has hecho mal y me responde…»pues eso creo yo. Lo he dado todo para mantener mi sueño en pie. Por darle una oportunidad a otras mujeres, que como yo necesitaban trabajar. He invertido lo ganado y cuando se me acabó, me he endeudado. Me he reinventado, reciclado, ajustado gastos sin perder la calidad de mi trabajo…y cada día llego a casa triste y derrotada. De mal humor, sin ganas de nada ¿Tendré que volver a trabajar en casa y en negro como cuando empecé?»  y entonces desde la cómoda vanidad del observador pienso que el mal de la precarización no es solo una enfermedad sistémica de origen económico, si no que es un mal, un cáncer que permeabiliza el humus social empobreciéndolo, desarraigándolo de valores sencillos que son fundamentales para la convivencia como la confianza y la alegría responsable y termino por creer que quizá ninguna de nosotras y nosotros tengamos soluciones para Luisa, pero sin duda, todas y todos tenemos nuestra parte de responsabilidad.

Luisa siempre se ha sentido una artista, efímera y por los pelos, pero una artista. Por qué no, dice ella. «Quizá con mi arte no cambie el mundo, pero yo puedo cambiar el día de muchas personas…y que no me digan a mi que eso no es compromiso con mi arte y el mundo». Conozco a Luisa desde hace más de 7 años. Desde entonces y una vez al mes, ella se encarga de cambiar mi día.

 

Alfredo Jaso

Foto: AW Cretive

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Agua que no has de beber

Manuel puede que no fuera el más brillante de su curso, pero sin duda de la primera promoción de la politécnica, era el que más claro tenía cual sería su futuro profesional. La mayoría de las y los egresados no tenían dificultad en pasar a formar parte de las plantillas de las industrias de la ciudad. Para ingenieros e ingenieras, no faltaban ofertas para acomodarse en el sector naval y de la automoción, pero él era una persona inteligente y por ello curiosa e inquieta y desde un par de años antes de acabar sus estudios universitarios, una idea le bullía en la cabeza. Entonces él no lo sabía, pero era lo que muy pocos años después se llamó un emprendedor. La investigación, desarrollo y aplicación de la robótica a tareas industriales y su capacidad para mejorar la gestión y calidad de ciertos servicios, le abría un camino que deseaba recorrer. Juntó sus ahorros. Visitó muchas entidades financieras en busca de ayuda, hasta que por fin y pignorando el 60% del capital solicitado, consiguió el carísimo respaldo que necesitaba para poner en pie su proyecto empresarial.

Tener la habilidad para formar un buen equipo y trabajar más horas que nadie, llevó a Manuel a que su proyecto creciese y ya en el segundo año 70 personas trabajaban junto a él. Le invitaban a Foros tecnológicos. Impartía seminarios. Recibía premios y felicitaciones. Su empresa empezó a expandirse, abrir mercados y ganar concursos que le permitían seguir con su departamento de I+D+i orientado hacia nuevos caminos. Por entonces ya tenía claro que a su robótica de uso para riegos, se le debía dar un desarrollo cognitivo, eso que ahora llaman IA.  Manuel era un hombre feliz. En esa felicidad responsable estaba cuando llegó la crisis y las grandes multinacionales, que hasta entonces ignoraban su nicho de negocio por poco interesante, fueron a saco con él. De un día para otro, él y otras empresas como la suya, se vio compitiendo en una mesa de contratos con grandes multinacionales que en su plica realizaban ofertas que rozaban lo temerario. Al fin y al cabo, estas multinacionales más que industrias productivas, son engendros financieros que viven de mover influencias, contratos y cuentas y casi les da igual quién y cómo se haga el trabajo. Lo hacían así a sabiendas de que se llevarían un trabajo que terminaban ofreciendo a empresas como la de Manuel, que tenían el personal cualificado y el conocimiento en la materia, por un precio inferior al contrato y que estas en el apuro, aceptarían. Al principio Manuel se negó a esa práctica de subcontrata. No le gustaba esa manera de hacer las cosas en las que la calidad pasaba a un segundo plano. Sabía que esa manera de trabajar siempre eran migajas de pan para hoy, hambre para mañana y muerte por inanición al poco tiempo. Pero tener que pagar 70 nóminas cada mes, es un duro rebaje contra el orgullo y terminó por aceptar esas draconianas condiciones. Lo primero que mermó en ese nuevo tiempo fue su nómina, cada vez más exigua y cobrada más tarde y lo siguiente, su departamento de I+D. Dentro de él quedó paralizado su proyecto de desarrollo de la robótica cognitiva y con él, muchas de sus ilusiones. Los malos tiempos lo son porque lo urgente se anticipa a lo necesario y en este caso, salvar el día a día de nominas e impuestos era lo principal. La siguiente rebaja llegó, dolorosamente, a la plantilla.

Así pasó otro año de penurias. Las condiciones de trabajo en los nuevos proyectos y la nueva manera de trabajar, cada vez eran más precarias. Así llegó el primer accidente laboral en su empresa, el primero en 4 años. Afortunadamente no fue grave pero si fue una dura llamada de atención. La siguiente llamada que le dio un baño de cruda realidad fue la de su administradora:había que hablar urgentemente con los bancos. En ese momento de urgencia los que ganaron dinero con su proyecto ya no querían financiar su realidad. Exigían más garantías y tuvo que hipotecar su vivienda para poder tener aire al menos para doce meses más, solo doce meses más. A los pocos días fue cuando apareció alguien, que junto a un equipo de inversores dentro del que figuraba una de las multinacionales para la que «subtrabajaba», le proponía comprarle a precio de saldo el 51 por ciento de su empresa, que en esos días ya estaba en quiebra técnica. Veían gran potencial en ella y muchas posibilidades de futuro negocio, eso si sobraba el 75% de la plantilla, de todo aquello solo les valía su departamento de I+D. Se presentaron como unos ángeles que aparecieron para salvar su negocio, pero esa noche Manuel soñó con vampiros. Rechazó la oferta y su teléfono dejó de sonar. Es el mercado, le dijeron. Es el fin, pensó.

En una semana Manuel tomó la decisión y empezó el duro camino de cerrar su empresa. Sepultados bajo la documentación de los avisos de posibles embargos y los despidos, estaban sus sueños. Empañando cada carta de despedida, cada documento de cercano impago, un recuerdo de ilusiones que se volvía doloroso. Entre esas paredes estaban sus valores y sus compromisos. En esas máquinas el esfuerzo y el conocimiento de muchas personas. El proceso resultó angustioso y traumático en lo personal, en lo administrativo y en lo económico, pero salió de ello sin causar un gran daño a nadie ajeno a él y su familia. Fueron muchas noches sin poder dormir bien, hasta que un día se sintió mal y despertó en la cama del hospital.

De todo esto no han pasado más de dos años, pero con cerca de 60 años Manuel ya no encuentra  ni los recursos, ni las fuerzas para alzar un nuevo proyecto. Lee que el futuro está en la robótica cognitiva, bueno, inteligencia artificial le llaman, y sonríe con algo de amargura. Le ofrecieron trabajar para la multinacional que le envió a sus ángeles para salvar su empresa, allí están algunos de los compañeros que trabajaron con él durante 7 años, pero al pensarlo se le revolvía el estómago y terminaba vomitando, así que decidió dedicar su esfuerzo y conocimientos a una ong que trabaja con personas que están en riesgo de exclusión. Allí le veo y por eso sé su historia. No ejerce de «coach», ni hace «mentoring», ni organiza seminarios, ni habla de resilencia. No enreda con frágiles pensamientos positivos a los que poder agarrarse. Solo escucha con atención e intenta comprender sin prejuicios para saber cómo se ha llegado hasta ahí. Luego busca cómo ayudar a encontrar una posible solución. En este tiempo dice que se ha encontrado con muchas personas valiosas que no deberían estar allí. Entonces con cierta tristeza y algo de rabia recuerda aquella sentencia que le lanzaron sus «ángeles»: «es el mercado amigo»… entonces escuchándole pienso en que quizá ninguno de nosotros y nosotras tengamos la solución, pero sin duda en el silencio de todas y todos está la responsabilidad.

Alfredo Jaso
Foto: Frank V.

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