Entrando por la ventana de las escaleras escuchó el canto que llegaba desde la calle. Era una invitación diaria a reunirse en una liturgia común. Se sabía que a esa hora se hacían un alto en las tareas para acudir a la llamada. Ella acaba de subir de la calle con algo de compra. No se acostumbraba a ese uniforme impuesto que solo dejaba ver sus ojos. Así había que hacerlo, decía su marido y si lo decía él, ella no podía rechistar. Caminar por la calle así vestida, la hacía invisible pero también objeto de las miradas de todos. Sentía una extraña sensación de protección que marcaba cierta distancia de seguridad pero a la vez una incertidumbre próxima e individual que la asustaba. Por la ventana avisaban de que pronto empezaría el rito. Su marido sin dejar de mirar la pantalla del televisor, le preguntó que de dónde venía y ella, bajando la mirada respondió con voz temblorosa, de la compra. ¿Cuántas veces te he dicho que no salgas sin permiso? dijo él levantándose de la silla. Tengo que saber dónde estás y qué estás haciendo. No puedes salir cuando tú quieras. Ella alzó las bolsas y dijo sin ser capaz de levantar la mirada, «se habían acabado los dátiles y las naranjas para tu zumo, no quería que volviese a pasar que te faltara algo»… Solo te digo que no vuelvas a salir sin permiso, le dijo dejando con fuerza la huella sus dedos sobre el brazo de la mujer. Ella quería liberarse, volver a respirar. Se quitó la mascarilla que se ponía cada vez que salía a la calle, dejó las bolsas en la cocina y se lavó las manos con jabón, canturreando una canción infantil que le recordaba al hijo que él tanto deseaba y nunca tuvieron. En su cara, hasta entonces tapada por la protección, un moratón marcaba su pómulo. Oculta entre las naranjas, la multa de la policía. Un vecino la había denunciado al verla caminar por la calle. El mismo que cuando escucha los golpes que recibe durante las palizas se calla porque son cosas entre ellos. La espuma cubría sus manos. Escondidas entre las notas de la canción brotaban sus lágrimas de desilusión y miedo. Entonces desde el salón él gritó como si no pasara nada, «vamos mujer, que van a ser las ocho y hay que salir a aplaudir al balcón».
Alfredo Jaso
Foto: Uta Scholl