Sabemos diferenciar lo bueno de lo malo,incluso afinando aún más, lo bueno de lo excelente. Quien puede y a veces quien no debe permitírselo, está dispuesto a pagar más por el valor diferencial que propone un producto más caro cuando creemos que este aporta una aparente distinción o un pretendido prestigio. ¿Quién no ha escuchado alguna vez decir, son caros pero…? pero me pregunto ¿Esa calidad percibida y reconocida se paga en productos de uso diario? No hace mucho conocí a Miguel, un tipo comprometido que decidió darle una vuelta al negocio familiar. Apostó por apoyar a productores locales. Decidió hacer una selección de materia prima basada en la calidad. Desarrolló su trabajo pensado en minimizar la huella ecológica de su actividad y orientó su negocio conforme a sus valores de responsabilidad ética. Miguel daba el tiempo justo de maduración a su masa madre, elegía la mejor madera para el horneado de su pan. Cuidaba la presentación del producto e incluso desarrolló un plan de comunicación que destacaba esos valores, que junto a su competente manera de trabajar, él consideraba que hacían la diferencia con otras ofertas a la hora de comprar el pan nuestro de cada día. De resulta de todo eso Miguel hacía un pan delicioso y sano pero necesariamente algo más caro. Miguel era un orgullo para el barrio. Salía en la prensa regional cada vez que se reconocía su mérito y su compromiso con un premio y su bonita panadería los fines de semanas tenía colas para comprar su producto. Cambié de ciudad y al volver de visita, 3 años después, vi cerrada la panadería de Miguel. La casualidad quiso que me lo encontrará en un parque cercano y al preguntar el por qué del cierre me dijo: «Al principio me iba bien, pero que al pasar el segundo año la mayoría volvió a comprar el pan en los supermercados donde lo regalaban como reclamo para otros productos, y en la nueva gasolinera, donde vendían una barra de masa congelada por 0,40 y a cualquier hora del día. Así me fui quedando sin clientela y solo con los más fieles no cubría gastos». Me dijo, «Yo no quería competir de esa manera. No quería bajar la calidad de mi producto y llegar a casa triste y malhumorado por claudicar y pervertir mi compromiso, pero al final, llegaba malhumorado y triste porque por mantener mis valores éticos al final de cada mes me costaba dinero hacer mi pan. Me di cuenta de que estaba trabajando para devolver lo que me prestó el banco por una ayuda, que en realidad a ellos nada les costó pues venía de unos fondos europeos de apoyo al emprendimiento. Soy de buena familia pero pobre y no estaba acostumbrado a deber de dinero. Estuve a punto de perder mi casa y mi salud, así que en dos meses y entre lágrimas cerré la panadería y volví al horno familiar. Entonces Miguel me miró y con gesto de preocupación me dijo: «has engordado y tienes mala cara ¿Algo va mal?» Le respondí, no duermo bien y ando con el estómago revuelto. Trabajo mucho, duermo poco y cada mes ganó menos, es el estrés y la responsabilidad, le dije. Entonces él tomó aire y con resignación y señalando hacia mi estómago sentenció… «no te engañes, es el pan del Carrefour»… y pensé, quizá nadie tenga respuestas pero todos y todas tenemos la responsabilidad.
Alfredo Jaso
Foto: Mae-Mu